Segundos después Pereyra tomaba a toda velocidad la avenida que salía al río, casi no veía por dónde andaba porque el Rambler se había quedado sin luces, pedacitos de vidrio le habían cortado el dorso de las manos y una parte del cuello, pero no sangraba gran cosa, podía seguir. Dobló por la costanera, haciendo chillar las ruedas contra el pavimento y enfiló hacia los astilleros, hasta el fondo, porque ahí era el único lugar que se le ocurría donde podía estar sin que nadie intentara matarlo.
No se había alejado mucho cuando unos gruesos faros llenaron el espejo retrovisor con su luz amarillenta. Pereyra no quiso levantar sospechas: quitó el pie del acelerador y dejó que el auto de atrás lo alcanzara; de todos modos, no tenía máquina para poder escapar. Buscó su Colt en el piso, estaba rodeada de vidrios rotos, y la apoyó sobre el asiento del acompañante. Esperó, pero el auto de atrás no se adelantó, sólo bajó la velocidad y se ubicó justo detrás de su auto. Estaban solos en la avenida. Seguir viaje hacia los astilleros ahora no le parecía una buena idea. Un camión apareció a lo lejos, los pasó y pronto volvieron a quedar otra vez solos. A Pereyra le pareció que el auto que lo seguía era el auto del sujeto de la foto, pero ahora habían encendido la luz larga y ya no podía mirar por el espejo sin encandilarse. Cuando un nuevo camión los pasó por la izquierda, Pereyra se cambió al carril de la derecha, despacio, sin dar la impresión de que planeaba huir. El auto que lo seguía se puso a la par del suyo. No era el auto del sujeto, ahora podía verlo mejor. Éste era un Peugeot, un 504. No estaba seguro. Cuatro hombres iban adentro. Tal vez uno de ellos sí era el sujeto de la foto. ¿Habrían pasado ya el parte del robo en el playón? Pereyra deseó tener algo que pudiera calmar el temblor en las manos que apenas lograban controlar el volante, pero la botella donde todavía quedaba whisky había rodado debajo de los asientos. Miró en el tablero la velocidad a la que iban, era una persecución en cámara lenta. 15 kilómetros por hora. Si eran policías también podían detenerlo por eso: mínima velocidad en una avenida. Pero si aceleraba ellos podrían pensar que huía, y darles la oportunidad de acribillarlo. Ya no le quedaba vidrio trasero, y eso debía llamar la atención de aquellos hombres. Estiró la mano hacia su Colt y pensó en arrojarla lejos del auto, pero al girar la cabeza uno de los hombres le hizo señas para que se detuviera. Pereyra vio cómo se asomaban por la ventanilla los brazos terminados en pistolas calibre oficial. Ninguno de ellos apoyó una sirena azul sobre el techo. Nadie gritó policía. Ahora había que dejarse agarrar de los pelos y ser arrastrado hacia aquel auto sin identificación, viajar hasta un descampado en el asiento de atrás rodeado por esos tipos, quedate quieto Pereyra y no mirés, no mirés o te reviento, y aguantar los gritos y las burlas y las risas nerviosas que preceden a los golpes en la cabeza, y quedarse así, acurrucado en el asiento trasero, quietito Pereyra, y no mirarlos, nunca mirarlos, hasta que lo obligaran a abandonar el auto a empujones, arrodillarse a la fuerza sobre el pasto de algún descampado en las afueras de la ciudad ¿así que jugás al detective vos? y sentir ese sonido escalofriante del cargador del arma de uno de ellos; entonces no habría más que esperar unos segundos para que todo dejara de tener sentido, o para que, por primera vez en mucho tiempo, lo tuviese: escuchar en aquellos segundos finales el griterío de las cotorras sobre el silencio del campo amanecido, el ronquido de sus propios pulmones enfermos, el sabor amargo del pasto en la boca seca, y no tener a nadie a quién recordar, en aquel último momento, ni una puta imagen que lo hiciera sentirse mejor. Pereyra dejó que se adelantaran –ya no sabía qué hacer—, bajó la velocidad aún más, ahora iban a paso de hombre, y dejó que el Falcón lo pasara por un costado mientras los cuatro tipos lo miraban –ahí Pereyra creyó reconocer en uno de ellos al sujeto de la foto—, y cuando se acercó a una de las rampas de acceso a la autopista y el auto de los tipos se había adelantado ya unos metros Pereyra piso el acelerador con todas sus fuerzas y subió por ahí. Escuchó que se sucedían unas frenadas, bocinazos, gritos, el Peugeot agarraba marcha atrás. Y varios tiros al aire. Pereyra se incorporó al autopista pero algo andaba mal, de repente se encontró con unos autos que venían de frente: él iba por la mano contraria. Esquivó una camioneta por muy poco, y tomó por la banquina. Los autos le pasaban demasiado cerca, de su lado, casi le podían arrancar el brazo si lo sacaba por la ventanilla, y en cuanto encontró una nueva rampa cruzó los cuatro carriles y bajó otra vez a la calle. Miró por el espejo retrovisor, pero no vio que lo seguían. El Falcon con los cuatro tipos había quedado lejos, del otro lado del autopista; de todos modos, Pereyra tomó por una calle lateral, hasta que vio un cartel que indicaba el acceso hacia Ruta 205, Cañuelas, y sin dudarlo se alejó por ahí.
Manejó durante más de una hora por esa ruta vacía, salvo por unos camiones de hacienda que lo obligaban a buscar la oportunidad y forzar el motor para poder adelantarse, sin pensar más que en mantener el auto sobre esa cinta negra por donde iba, y a cada rato buscaba con los ojos en el espejo retrovisor que se había salvado de los tiros la señal de algún auto que lo pudiera estar siguiendo. Hasta que la mañana se hizo fuerte, la luz solar comenzó a invadir por completo el habitáculo y lo obligaba a entrecerrar los ojos, así que Pereyra pensó que lo mejor era detenerse, no tenía sentido seguir viaje, si ni siquiera sabía a dónde iba. Ya debía ser cerca de las once de la mañana, se estaba quedando sin combustible, así que frenó a un costado del camino y apagó el motor. Por un momento se quedó inmóvil con las manos apoyadas sobre el volante; luego se sorprendió al ver todos esos restos de vidrios esparcidos por el interior del auto, en el suelo y en los asientos de atrás y de adelante, y se alegró de no haber recibido ningún tiro. Abrió la puerta y bajó. Le dolían las piernas, el pie herido por su propia bala parecía haber dejado de sangrar. Levantó la mirada, haciendo visera con la mano para poder ver mejor; un camino de tierra aparecía perpendicular a la ruta, en dirección al campo que lo rodeaba. El día estaba claro, el calor comenzaba a apretar, el aire se había vuelto dulce y pegajoso, y el sonido de unas chicharras ocultas en la maleza de las banquinas anunciaba que se venía más calor. Pereyra comenzó a caminar por ese camino de tierra, unos cuarenta metros, hasta una tranquera pintada de blanco algunos siglos atrás. Una vaca que no había visto vino a su encuentro; era un animal enorme, y solitario; el resto de sus compañeras aparecían a lo lejos, como puntos negros en la llanura verde y amarilla. La vaca asomó la cabeza por encima de la tranquera, y se quedó quieta, viéndolo. Tenía unos ojos enormes, algo inocentes, hechos de una paciencia infinita. Pereyra iba a decirle algo, pero se quedó callado. Buscó con la mirada y a lo lejos la silueta de los establos de alguna estancia, pero no encontró más que campo raso. Entonces dio unos pasos hacia el animal, y ya no le importó si apenas lograba mantener el equilibrio, o ese dolor que le apretaba en todo cuerpo, como si le sobrara la armadura de carne y grasa que le envolvía los huesos. Y de pronto se sintió tan solo en la vida que hizo lo único de lo que fue capaz de hacer; se acercó a esa vaca que lo miraba con suma curiosidad, pasó los brazos por encima de la tranquera y la tomó por el cogote con un gesto amistoso. Un mugido suave le humedeció la oreja, Pereyra cerró los ojos para aguantarse las ganas de llorar, y se abrazó al animal con todas sus fuerzas.
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Editado: 29.05.2024