La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

24.1

Pereyra señaló con la mirada la ruta que tenía adelante. El chofer miró la ruta, volvió a mirar a Pereyra. Se quedaron así unos segundos, estudiándose la pinta que tenía cada uno. Pereyra no confiaba en ese hombre, tal vez algo tendría que ver con el sujeto de la foto y el incendio de su Rambler. No lo sabía, pero tampoco tenía ganas de averiguarlo.

-Bueno, vamos que lo llevo. Voy hasta Lobos, a buscar ganado.

El hombre dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el camión. El sol brillaba fuerte todavía, pero no le quedaban muchas horas a la tarde. Se me viene la noche encima, pensó Pereyra. Estaba cansado, hambriento, le faltaba alcohol en la sangre y a cada paso que daba una puntada le subía desde las piernas hasta las costillas. Bufó, como si fuese un toro rendido, de esos que servían a las vacas que el chofer iba a buscar. Miró la ruta, interminable, y se convenció a si mismo que era la mejor opción. Caminó detrás del chofer, que ya se subía a la cabina, puso un pie en el estribo y abrió la puerta del acompañante.

 

 

Había un olor dulce dentro del camión, a marihuana recién fumada. Del espejo retrovisor colgaba un crucifico verde. A Pereyra no le molestó el olor, eso le abría el apetito, incluso lo hacía sentirse un poco menos dolorido. Algunos kilómetros más adelante pasaron frente a una estación de servicio, una YPF vieja con los techos de chapa venidos a menos. El chofer bajó la velocidad, buscó con la mirada algo a alguien. Pereyra se puso en alerta, prestó atención. Va a entregarme, pensó. Pero no había nadie ahí, salvo en uno de los surtidores donde se veía a un viejo gordo y petiso que esperaba a que el playero le cargara combustible a su Renault Gordini devensijado. Pereyra alcanzó a ver que el auto tenía el baúl abierto, lleno de películas VHS. El viejo gesticulaba con las manos, el playero no le prestaba atención. En la luneta del Gordini habían escrito: La aventura e finita.

-No, no está… dijo el chofer para sí mismo. Y como vio que Pereyra lo miraba, aclaró. A veces me encuentro con un amigo, otro camionero, suele parar acá… pero parece que ya se fue… o que todavía no ha llegado.

Siguieron camino. El sol comenzaba a ponerse del lado del chofer, lo que recortaba y oscurecía su rostro.

-¿Usted sabe manejar camiones? Hace más de doce horas que estoy acá arriba y todavía me falta bastante.

El chofer se inclinó hacia Pereyra, estiró el brazo y abrió un gabinete a la altura de las piernas. La tapa se abrió y cayó hacia abajo. Dentro había una botella de ginebra. A Pereyra se le iluminaron los ojos.

-No quiero decir nada, no se vaya a ofender, pero me da la impresión de que hace un buen tiempo que usted anda en la mala. Por la pinta le digo. Y no se me ofenda, por favor.

Pereyra agarró la botella, la destapó. Olió su interior y tomó un largo trago. Luego le ofreció la botella al chofer. El tipo también tomó, pero menos que su acompañante. Le devolvió la botella, y Pereyra volvió a tomar. La tapó y la dejó donde estaba. Cerró el gabinete, y sintió un ardor en el estómago que se expandía hasta la garganta. De pronto sintió que le tocaban la pierna. 

El chofer lo miraba a los ojos. Pereyra quiso tomar su colt y mostrarle que estaba armado.

-Otra vez no se vaya a ofender, pero qué le parece si paramos un rato.

El camión se detuvo al costado del camino, no sobre la banquina, sino mucho más adentro, ya en el campo que los rodeaba, debajo de unos álamos añosos. Se apagaron las luces, sólo quedaron encendidas las más pequeñas, amarillas, a lo largo del chasis. Ya se hacía de noche, medio sol se demoraba en la línea difusa del horizonte. Pereyra lo dejó hacer, el chofer se acercó y le pasó el brazo por encima del hombro. Un olor ácido, mezcla de sudor y diésel le llegó hasta nariz. Con la otra mano el tipo se bajó el cierre del pantalón.

 

-Yo lo llevo a donde usted quiera, dijo chofer amablemente. Usted sólo me hace un favorcito y seguimos viaje. ¿Qué le parece?

A Pereyra le resultó ridículo el modo en que el hombre le hablaba, pretendía que le mamara la verga pero lo trataba de usted. El chofer se acomodó en su asiento, levantó los brazos y los puso alrededor de su cabeza. Pereyra esperó la oportunidad, se inclinó hacia el sexo del hombre que aparecía flácido entre sus piernas, y se llevó la mano al interior del bolsillo del saco.

-Acá tengo yo otra pistolita, dijo al incorporarse. 

El chofer, que había cerrado los ojos, los abrió de repente. Pereyra le apoyaba el caño del arma entre los ojos. Ahora la luz del atardecer en la cabina apenas iluminaba la forma de las cosas.

-Muy despacito, te vas a quitar el cinturón, dijo Pereyra en un tono apacible. Me lo vas a dar, y después vas a apoyar las manos sobre el volante.

Un momento después, Pereyra dejó el camión con el crucifijo verde en una mano y el arma en la otra. Ya era de noche, no pasaba ningún auto y la ruta era un túnel oscuro que parecía no tener fin. Antes de bajar, Pereyra se había terminado la ginebra, y se había llenado los bolsillos con el dinero que le había robado al chofer, que había quedado atado al volante con un trapo en la boca. Sin embargo no había conseguido mucho, todos billetes chicos, pero era mejor que nada. Más allá, desde el campo donde parecía haberse cubierto por una interminable manta negra, unas luces llegaban desde muy lejos, la casa de un puestero o algún depósito de forrajes.

Pereyra comenzó a caminar hacia el próximo pueblo, Cañuelas.

Con suerte llegaría antes de que amaneciera.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.