De pronto le pareció que había elegido mal sus palabras, sobreactuaba. Lo iban a tomar por un pordiosero o por un borracho. Eso tampoco estaba muy lejos de la realidad.
-La misa es recién a las ocho. El hombre tomó la escoba y volvió a barrer. Para que el intruso se fuera, agregó: Fíjese que todavía ni siquiera amanece.
-Tengo hambre, Padre. Dijo Pereyra. Hambre de Dios y de su misericordia.
Pereyra se le acercó, y el hombre dio un paso hacia atrás.
-Esto no es un refugio. Vaya a dormir a la plaza.
Aferraba el mango de la escoba con fuerza, como si fuese el puño de una espada. Pereyra pensó en sacar su Colt y amenazarlo, en decir Dame el reloj y el anillo, pero al girar la cabeza le pareció que el oficial, allá en la puerta de la comisaria, los observaba.
-Vengo de muy lejos a cumplir una promesa, mintió Pereyra. Y volvió a levantar el crucifijo.
-No soy el santo padre, yo soy el encargado de mantenimiento ¿No ve como estoy vestido?
Pereyra lo miró mejor. En una mano la escoba y en la otra, ahora, una manguera con la que le salpicaba los pies. La paloma de la plaza había vuelto a acercarse, jugaba con un piolín que le caía del pantalón deshilachado. Por un momento se quedaron en silencio.
-Eduardo está adentro, todavía no se levanta. Es el cura de esta iglesia.
Pereyra pidió permiso para usar la manguera, se agachó y bebió del pico; el agua estaba tibia y tenía gusto a tierra. Después se mojó la cabeza y se pasó la mano por el pelo para acomodarse un poco.
Con el permiso del hombre, Pereyra abrió la puerta lateral por donde minutos atrás lo había visto salir, y ya dentro de la iglesia, pasó juntó a unos asientos de madera y se acercó al altar; sus pasos se multiplicaban al bajar del techo, y luego todo volvía a quedar inmóvil y apagado. Se detuvo. Detrás de un aire gris plagado de polvo, una cruz vacía resaltaba ante la fría luz de unos vitraux. Pereyra apartó la mirada, acomodó el crucifijo en una mano y buscó a su alrededor; abrió la puerta que encontró a un lado del altar, y al final de un pasillo abrió una nueva puerta que lo condujo a una gran cocina donde un hombre estaba sentado a la mesa.
-Vengo de muy lejos, dijo Pereyra, pero el hombre sentado a la mesa lo interrumpió
-¿Qué hace acá?
-Su empleado me permitió la entrada
El cura lo observó, se quedó viendo el saco a la altura del pecho. Un bulto sobresalía y llamaba su atención.
-Siéntese y deje el arma sobre la mesa.
Pereyra no supo qué hacer. El hombre movió una silla con el pie, para indicarle donde sentarse. Pereyra obedeció. Metió la mano en el bolsillo del saco y se despojó de su arma. Se miraron otra vez. El hombre que el cura tenía enfrente era grueso y pesado como un barco, mejor que anduviera desarmado.
-¿Qué quiere?
-Hace días que no como nada, Padre.
El cura lo miró, y algo cambió en su rostro, una idea le atravesó la mente.
-¿Anda solo? le preguntó.
Pereyra prefirió no responder, no confiaba en ese hombre. El cura esperó unos segundos, y como Pereyra se quedó en silencio se levantó y salió de la cocina; cuando regresó traía un paquete de papel, adentro había unas cuantas facturas.
-Sírvase nomás.
Pereyra desenvolvió el paquete con cautela, como si se tratara de una bomba, pero sus manos comenzaron a apurarse cuando descubrió lo que había adentro, y luego tan rápido como pudo, comió una medialuna, un vigilante, otra medialuna, un churro bañado en chocolate, un pan de leche y algo parecido a un sacramento, pero que resultó estar relleno con una suave crema de almendras. El padre lo miraba comer, con la expresión en su rostro de estar frente a un animal salvaje, pero sin decirle nada. Lo dejaba hacer, y al detenerse a descansar, Pereyra supo que al menos debía mostrarse agradecido, pero al abrir la boca solo eructó, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
-Eso era todo el desayuno que teníamos para los feligreses que colaboran con la parroquia, dijo el cura. ¿Cómo se llama usted?
Pereyra dudó en presentarse, así que pensó en otro nombre, en un nombre falso. Pero qué más falso que su propio nombre.
–Pereyra. Mi nombre es Ángel Pereyra. Hizo una pausa, no supo bien por qué, pero de pronto le costaba articular las palabras. Padre, usted tiene que ayudarme.
-No me diga Padre. Todos me llaman Eduardo. ¿A qué vino a Cañuelas?
Pereyra no supo qué responder.
-Alguien incendió mi auto. Quedó tirado en la ruta.
El ayudante de limpieza se asomó a la cocina.
-Se me apareció de la nada mientras barría la vereda, dijo. No lo vi venir, pero policía seguro que no es.
Cuando descubrió el arma sobre la mesa se la quedó viendo sorprendido.
-¿Alguien lo vio entrar? preguntó el cura.
-No creo. Todavía estaba oscuro.
-Bueno, vamos a necesitar que venga Julio, dijo el cura. Nosotros solos no vamos a poder. Pronto se va a quedar dormido, es muy probable que caiga redondo acá mismo.
El ayudante de limpieza entendió la orden que el cura le hizo con la mirada, se acercó a la mesa y se quedó con el arma de Pereyra. Luego la guardó en un cajón de la cocina. Pereyra siguió el recorrido de su arma con la mirada, pero las cosas ya se volvían difusas. Las facturas en la panza comenzaron disgregarse, y a soltar lo que llevaban ocultas dentro. De repente se sintió cansado, se le caía la cabeza y ya no tenía fuerzas en los brazos. Le pareció que la luz se iba a de a poco, como si la noche invadiera la cocina.
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Editado: 29.05.2024