La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

27.1

-Buenos días, dijo la persona que se detuvo al pie de la cama.

Pereyra se incorporó, descubrió que una sonda con suero le colgaba de un brazo. La voz era de un hombre.

-Me alegro que ya se haya despertado. No fueron días fáciles, pero acá estamos, ¿no? Sus palabras sonaban relajadas, casi paternales.

Cuando Pereyra pudo verlo mejor, se sorprendió, pero no atinó a hacer nada. Tampoco podía. El hombre que le hablaba era el sujeto de la foto. Lo miraba con una media sonrisa, detrás de unos lentes redondos que no le había visto nunca. Vestía un guardapolvo como de médico o de maestro de escuela, y en la mano tenía una taza de la que asomaba un saquito de té. Pereyra permaneció en silencio, queriendo comprender dónde estaba. El sujeto se acercó un poco más, levantó un extremo de la sábana que le cubría un pie, y por unos segundos le miró el tobillo vendado; con el nudillo del dedo índice dio dos golpecitos amistosos sobre la superficie dura y curva del yeso. Luego dijo.

-No puede decir que no lo estuvimos mimando ¿eh?… Ahora tenemos mucho de qué hablar.

Pereyra quiso saber dónde estaría su ropa, dónde habría quedado su Colt.

-¿Usted recuerda quién soy yo? preguntó el sujeto de la foto.

Pereyra iba a responder, pero prefirió no hacerlo. Recién ahí se dio cuenta que tenía el tobillo enyesado, apoyado en una almohada. El sujeto se agachó, se escuchó como si algún mecanismo en la cama se destrabara, y cuando volvió a enderezarse, propuso.

-Mejor salgamos afuera. ¿Qué le parece? El aire fresco nos va a venir bien a los dos.

Sin demasiado esfuerzo, ya que las patas de la cama estaban montadas sobre unas ruedas, el sujeto comenzó a empujar hasta que logró deslizar la cama cerca de la puerta de entrada; ahí se detuvo, fue a ubicarse a espaldas de Pereyra, empujó un poco más y atravesaron la puerta hasta salir a una amplia galería de techos de chapa. Pereyra se acomodó mejor, apoyó la espalda contra los gruesos barrotes de bronce de la cabecera de la cama, y al levantar la mirada encontró un campo que descendía en una leve pendiente por cientos de metros hasta un cerco hecho de troncos de quebracho colorado; un grupo de álamos añosos se alzaba a un costado de la construcción, donde también se veía un pequeño molino pintado de verde. Y el mismo sonido del arroyo que había escuchado antes llegó con un viento leve, que hizo flamear las sábanas descubriéndole las piernas desnudas. El sujeto de la foto se ubicó junto a la cama, y contempló con él el paisaje; después bebió de la taza que tenía en la mano. Parecía tener todo el tiempo del mundo antes de comenzar a hablar. Aquel lugar sosegado resultó ser un sitio desconocido para Pereyra, y también aterrador, porque bastaba con que usaran una pala de punta y cavaran un pozo, en esa tierra inmensa e inabarcable, para que lo dejaran ahí, enterrado y desaparecido para siempre.

-Voy a volver a preguntarle, ¿usted recuerda quien soy yo? Ahora la voz del sujeto de la foto se había endurecido un poco.

-, ya sé quién sos, respondió Pereyra. Y no dijo nada más.

El sujeto dudó unos segundos, dio un paso hacia atrás para mostrarse mejor. Hasta ahora no perdía la compostura.

 -Por las dudas voy a decírselo. Soy el doctor Mannes. Su psiquiatra. ¿Ahora sí se acuerda de mí?

Pereyra miró al sujeto de la foto, nunca lo había visto así, tan claramente; su rostro se dividía en dos naturalezas que al fin y al cabo resultaban ser una sola; su boca era grande, enmarcada por unos labios finos, casi grises, y con eso labios sonreía, pero falsamente; sin embargo, sus ojos no lograban del todo plegarse a ese intento de disfrazar sus verdaderas intenciones, y detrás de esos lentes redondos aparecían dos bolitas brillantes, hostiles y mordaces.

-Yo no tengo ningún psiquiatra, respondió Pereyra del modo menos insolente que pudo, para no provocarlo.

-Ya sabía que iba a decir eso.

El sujeto de la foto se llevó la mano libre al mentón, y su mirada se desvió hacia el fondo del campo, como si esperase ver algo ahí.

-Bueno, empecemos por el principio. Pero necesito que me ayude, Pereyra, escúcheme bien. Hasta hace un par de semanas usted era mi paciente, en realidad sigue siéndolo… yo lo había internado, hasta que decidió escaparse.

Pereyra vio como una camioneta aparecía a lo lejos, detrás del cerco de quebrachos; una estela de tierra seca se levantaba a su paso, dando a entender que el vehículo se movía.

-Déjeme decirle que por varias semanas se le perdió el rastro, y nos tuvo muy preocupados a todos. ¿Ahora recuerda que estaba internado? ¿Qué yo soy su médico tratante?

 -Yo no me escapé de ningún lado, respondió Pereyra, pero enseguida se arrepintió. Tal vez era mejor seguirle la corriente.

Con una voz impostada y solemne, el sujeto dijo

-Fue muy grave eso que hizo ahí afuera… Y no me refiero a que se haya escapado, no es el primero que lo hace. Pero usted anduvo matando gente.

Al escuchar esto, Pereyra vio a Roberto cayendo de espaldas desde una silla, con un agujero rojo en la frente. Y como si el sujeto también pudiera ver aquella secuencia dentro de su cabeza, enseguida agregó.

 -Fue al primero que mató, ese pobre farmacéutico que le solía preparar lo que yo le recetaba. Usted fue averlo a su droguería, él nos llamó para decirnos que lo había ido a visitar con no sé cuál delirio de un sujeto y una foto… Lo siguiente que supimos es que le habían disparado en la cabeza.

La camioneta que Pereyra había visto antes desde lejos ahora cortaba camino por el campo, se acercaba.

 

 

-Lo andan buscando, Pereyra. La policía, el ejército incluso. Lo quieren meter preso. En total le arrancó la vida a cuatro personas, ¿comprende lo que le digo?




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