Pereyra se dirigió hacia las escaleras, pero se arrepintió. Entre su obesidad y el yeso eran demasiado. Retrocedió y llamó al ascensor, que no tardó en venir. El empleado de seguridad lo miraba con suma desconfianza. Un minuto después Pereyra caminaba por el hall de entrada y salía a la calle. El auto que había visto en la esquina ya no estaba. Un grupo de gente comenzó a reunirse en las veredas, las sirenas de una ambulancia se escuchaban a lo lejos. Otro auto se detuvo en doble fila, con las balizas encendidas. Giménez, pensó Pereyra. Se acercó. El chofer tenía el pelo corto, peinado con gomina, unos bigotes gruesos, morochos, y unos lentes oscuros que le tapaban casi toda la cara.
-Suba, dijo el chofer.
Le abrió la puerta del acompañante. Pero Pereyra ya no confiaba en nadie y rodeó el auto para abrir la puerta trasera; se sentó justo detrás del hombre, y cuando estuvo a punto de hablar el tipo dijo.
-Sí, ya sé. Lo llevo a la estación Retiro.
Las luces verdes y parpadeantes de una ambulancia aparecieron sobre las fachadas de los edificios. Detrás venía también un móvil de la policía. El sujeto de la foto ya debía estar al tanto de lo ocurrido, se habría marchado cuando comenzó a juntarse gente, con la idea de que la misión estaba cumplida. Al menos eso pensaba Pereyra, pero como solía sucederle, sus cálculos estaban otra vez equivocados. El auto arrancó, llegó a la esquina, dobló. Lindo quilombo armé, se dijo satisfecho, hasta que se den cuenta que el juez no está muerto va a pasar un buen rato. Tuvo la sensación de que tenía el tiempo suficiente para poder rajarse de Buenos Aires. Pero en eso también se equivocaba.
Llegaron a Retiro. El auto se detuvo frente a las dársenas donde los micros esperaban pasajeros. No se habían hablado durante todo el viaje, sin embargo, antes de bajar Pereyra le dio las gracias al tipo que lo había traído.
-Imagino que mañana voy a leer algo acerca de usted en la tapa de diarios.
Pereyra vio los lentes oscuros, innecesarios a esa hora de la noche, reflejados en el espejo retrovisor.
-No lo creo, esto que sucede es mejor que siga bajo la alfombra.
Abrió la puerta del auto, y segundo después lo vio alejarse de ahí. Pereyra miró a su alrededor, había poca gente en la terminal. Al parecer
todo estaba tranquilo. Unos chicos se le acercaron, eran tres, parecían todos hermanos. Uno de ellos, el más chico, le pidió una moneda. Pereyra le vio la mano extendida, buscó en el bolsillo y le apoyó un billete. El chico cerró la mano de inmediato, como esas plantas cuando sienten en su flor que se ha posado una mosca.
-¿Vieron algunos tipo raros ustedes hoy por acá? preguntó Pereyra.
-En el baño del primero piso, respondió el mayor. Ahí a veces te dan
algo de guita si te dejás manosear.
Pereyra no se refería a eso, pero la respuesta del chico lo tranquilizó un
poco. Sólo debía meterse dentro de un micro y mandarse a mudar. Entró a la terminal y buscó en los carteles de las boleterías alguna que hiciera viajes internacionales. La foto que le habían mostrado de su mujer mostraba también la chapa de un auto, y eso indicaba que ella estaba en Paraguay. Pereyra recordaba bien que su mujer tenía familia en Puerto Iguazú, pero algunos parientes se habían mudado a Sosiego, un pueblito a cincuenta y cinco kilómetros cruzando la frontera del otro lado del río.
Se acercó a una ventanilla, pero no había nadie. Golpeó con los nudillos de los dedos. Una mujer apareció detrás de un biombo de madera. Parecía dormida.
-¿Viajan a Puerto Iguazú?
La mujer se sentó en una silla, miró el reloj pulsera que llevaba puesto.
-¿Para cuándo?
-El próximo que salga.
-Es en quince minutos. No sé si hay lugar.
-Fíjese por favor.
-Tengo que preguntar por radio, no anda el sistema.
-Deme un pasaje, dijo Pereyra
-Pero le digo que tengo que preguntar.
-No pregunte nada, por favor, dijo Pereyra
Metió la mano en el bolsillo y paso del otro lado del vidrio todos los billetes que le había sacado al juez.
La mujer miró el dinero, lo tomó y sin darle ningún pasaje dijo
-Vaya a dársena trece. Ahí lo van a hacer subir, yo aviso desde acá.
Pereyra se apartó de la ventanilla, el yeso le pesaba cada vez más. Buscó un baño en planta baja antes de subir al micro. Entró y se arrimó a los urinales, se desabrochó el pantalón y comenzó a orinar. Se sostenía el pito con la mano cuando escuchó el rechinar de una puerta que ocultaba uno de los inodoros. Alguien salió de ahí, se le acercó y se detuvo justo detrás de él. Pereyra sintió que el chorro de pis se cortaba en el aire.
-¿En serio usted se cree que soy tan pelotudo?
Era la voz del sujeto de la foto. Pereyra guardó todo dentro y se subió la bragueta. Todavía de espaldas, sintió que le respiraban en la nuca.
-Quédese así y deme el arma.
Una mano dentro de un guante de látex negro se asomó por encima de su hombro. Pereyra le entregó la pistola sin balas que le habían dado para acorralar al juez; ahí estaban sus huellas, más rastros que servían para incriminarlo.
-¿A dónde pensaba irse…? ¿A Paraguay a buscar a su mocita? No se moleste, ya debe estar con otro macho.
Pereyra se dio vuelta, lentamente. Cuando quedaron uno frente al otro, el sujeto retrocedió unos pasos. Le apuntaba con un arma, Pereyra reconoció que era una nueve milímetros, como las que usaba la policía.
-¿No le expliqué que lo mejor era hacerse el loco? Por qué la complica. Son unos años adentro de un psiquiátrico, nada más.
-Me hacen pasar por loco para hacerme cargo de todo y en la primera de cambio aparezco colgado de una soga en mi cuarto. Yo tampoco soy pelotudo.
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Editado: 29.05.2024