La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Era la voz de una mujer. No supo por qué, pero eso lo tranquilizó.

Pereyra se dio vuelta, la miró. Era una mujer joven, de no más de treinta años, llevaba el pelo recogido en un rodete tirante que le daba cierto aire marcial. Estaba bien vestida, con una camisa blanca algo masculina, y unos pantalones pinzados sueltos. Y por alguna extraña razón, el hecho de haberlo despreciado con esas primeras palabras generó en las tripas de Pereyra cierta violencia placentera.

-Sí, soy yo, dijo Pereyra. Lamento decepcionarla.

-No lo tome a mal. Lo digo porque pensé que ya se estaba yendo.

Pereyra abrió la puerta del bar y le cedió el paso. La mujer agradeció con la mirada. Mientras caminaban hacia una mesa alejada de las ventanas, provechó para estudiarla. Lindo movimiento de caderas, pensó Pereyra, aunque no con éstas exactas palabras. Y al verla acomodar la silla donde iba a sentarse observó el anillo en la mano. Una alianza. 

-Discúlpeme, dijo Pereyra. ¿usted ya almorzó?

-Todavía no.

-La verdad es que yo tampoco, con todo el trabajo que tuve esta mañana... Hizo una pausa, estudió los ojos de la mujer. , pensó Pereyra. Es hermosa.

-Mi nombre es Marta.

Marta, pensó Pereyra. Hizo silencio. La miró otra vez.

-Pidamos algo y hablemos de su caso.

-No tengo mucho tiempo, dijo ella.

Pereyra tenía hambre, y con hambre no podía pensar con claridad. La última comida caliente que había tenido había sido al menos cuatro días atrás. Llamó al mozo: Dos cafés, por favor. Tuvo que morderse la lengua para no pedir también un vaso de vino, y lleno hasta arriba.

Una camioneta pasó con un alto parlante a todo volumen. Promocionaban un circo, tenían leones de verdad, jirafas de verdad, payasos entrenados que escupían fuego por la boca. Marta comenzó a contarle el caso: El marido infiel se iba de casa a mitad de la noche, después de sorpresivos llamados telefónicos, volvía perturbado y ella no se atrevía a preguntarle nada por miedo a provocar su enojo. Era un hombre violento.

Pereyra reflexionó unos momentos, al menos hacía como si pensara. El café lo había despertado, pero el estómago le pedía algo que digerir.

-¿Qué quiere que haga por usted? Le preguntó a la mujer.

-Sígalo a todos lados, dijo Marta. A partir de esta misma noche.

Sus palabras sonaron como una orden, abrió su cartera y de allí sacó un sobre.

-Aquí hay una foto de mi marido. Y algo del dinero que le prometí.

 

Pereyra quiso tener rayos x en los ojos para poder ser capaz de saber cuántos billetes había dentro de aquel sobre.

-Es todo lo que tengo por ahora, dijo Marta. Pero prometo conseguirle más.

Pereyra deslizó su mano por encima de la mesa y se apropió del dinero.

-Detrás de la foto escribí la dirección de nuestro apartamento.

-De acuerdo, dijo Pereyra.

Marta se levantó y sin decir palabra comenzó a irse. Ahora él debía pagar los dos cafés, eso no estaba en sus planes. Esperó a que ella saliera del bar para abrir el sobre. En una foto en blanco y negro la imagen de un sujeto de unos cuarenta años con cara de pocos amigos. Y lo más importante, los billetes. Los contó. Con sorpresa descubrió que había más de lo que él hubiese pedido por el trabajo completo. Pero ¿cuánto se cobraba por un trabajo así? No tenía la menor idea. Hacía al menos tres años que nadie lo contrataba. Con el dinero que Marta le había dejado podía vivir diez o tal vez quince días sin problemas.

Llamó al mozo con un gesto de la mano. Iba a pedir la cuenta, pero cuando lo tuve enfrente pidió una buena milanesa napolitana, y un vaso grande de vino tinto de la casa.

 

Cuando regresó al edificio, la camioneta del ejército que se había detenido en la esquina ya no estaba. Ya eran más de las cinco de la tarde según las sombras que se estiraban por la avenida, a lo lejos, hacia el bajo, donde el río acordonaba la ciudad, una fila de moles grises ocupaban el lugar del horizonte. Quiso saber la hora con exactitud, no quería encontrarse con Susana, tenía miedo de tentarse y de compartir con ella algo del dinero que acababa de recibir. Así que siguió de largo, sin saber a dónde iba, hasta que, varias cuadras más adelante, ya cerca del puerto, entró en un local angosto que llegaba casi hasta el pulmón de manzana. Se acercó a una repisa de ofertas de libros y abrió el primero que encontró. Era de poemas; leyó los tres primeros versos y volvió a cerrarlo. Basura, pensó Pereyra. A partir de ahora debía montar guardia donde vivía el sujeto de la foto, y seguirlo a todos lados. Abrió otro libro, cocina francesa. Más basura. No podía ser tan difícil el asunto, mucho no necesitaba hacer: una foto con la amante al subir al auto, otra al besarse, una más al entrar en algún hotel alojamiento. Abrió una novela, era de un chileno, el protagonista era un detective salvaje; Pereyra se preguntó quién gastaba dinero en esa clase de libros. De pronto un empleado del local, un mocoso que no debía tener dieciocho años, se le acercó. En voz baja le dijo




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