La ilusionista y el abogado

El matrimonio fotogénico - o cómo fingir que no quieres asesinar a tu esposo

Episodio 4

Si alguien me hubiera dicho que mi primera semana de casada la pasaría posando para una revista de estilo de vida, habría contestado que prefería comer vidrio.
Pero aquí estoy, atrapada en una mansión alquilada para la sesión fotográfica, fingiendo que sostenerle la mano a Dominic es algo natural y no un contrato con el mismísimo diablo.

La casa parece más un museo que un hogar: techos altos, lámparas de cristal que podrían pagar la deuda externa de un país, alfombras persas tan suaves que me da miedo mancharlas con mis tacones, y un jardín trasero con una fuente que parece sacada de una postal italiana.

La fotógrafa, una mujer bajita de acento francés llamada **Claudine**, me acomoda el cabello con manos veloces mientras murmura con voz melosa:

—Más cerca, cariño… más, más… que parezca que lo deseas.

—Si me acerco más lo muerdo —respondo entre dientes.

Pero Claudine ya está gritando que Dominic sonría “con el corazón, no con los dientes”. Genial. Ahora resulta que mi marido de utilería tiene que sonreír como si de verdad me amara.

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El plató olía a café recién hecho, spray fijador y algo dulzón que no sabría identificar —tal vez el perfume barato de la asistente de vestuario.

La mansión alquilada se había convertido en una pequeña ciudad: cámaras que respiraban con su propio pulso, reflectores colgando como ojos curiosos y cables que intentaban enredarse en las piernas de todo el mundo.

En medio de ese caos elegante, el equipo trabajaba con la precisión de un reloj suizo… y con el drama de una telenovela.

Claudine se movía como si todo aquello fuera un cuadro de Da Vinci.

Era bajita, con el cabello recogido en un moño perfecto, y hablaba en francés como si cada orden fuera poesía.

—¡Plus près! ¡Encore un peu! —gritaba. —Queremos una foto que haga creer en los milagros —la escuché murmurar en voz baja.

Yo alcé una ceja.

Milagros… claro. Aquí lo único milagroso sería que no terminara enterrando a Dominic bajo la fuente del jardín.

Maya, la asistente de vestuario, revoloteaba a mi lado con un albornoz que cuidaba como si fuera un tesoro.
Sus ojos eran dos radares de chisme, y su boca no sabía de discreción.

—¿De verdad están casados? —me preguntó, mientras acomodaba una arruga que ni existía.

—Tres veces me lo has preguntado ya —le respondí, sonriendo como si fuera parte del contrato.

Ella sonrió con descaro.

—Es que aún no me lo creo.

—Créeme, Maya… yo tampoco.

Jonas, el maquillista, apareció como si fuera un mago zen.
Se acercó con su brocha y me aplicó polvo con la calma de un monje tibetano.

—Respira hondo, Aveline —me susurró—. Sonríe desde dentro… o al menos desde el pómulo derecho.

—Estoy sonriendo —contesté con ironía.

—Entonces sonríe más. La cámara nunca cree. —Levantó la brocha como si estuviera conjurando buena suerte—. Y recuerda: si quieres clavar algo… que sea de forma estética.

No pude evitar reír por lo bajo. Jonas era mi salvavidas en un mar de hipocresía.

Mientras tanto, en la esquina, el técnico de luces peleaba con un reflector.

—¡Foco dos, más lateral! —gritó—. ¡Que la señora no parezca estatua de mármol!

El grip, con gorra y todo, respondió desde el otro lado:
—¡Cuidado con la fuente! Si alguien se moja, no pienso pagar la tintorería.

El set era un zoológico. Literal.

Elliot, el periodista, estaba sentado en un sillón.
Alta figura delgada, gafas redondas y una libreta que parecía más peligrosa que un cuchillo.

Nos observaba como un científico viendo a dos cobras listas para atacarse.

Se ajustó las gafas, abrió la libreta y lanzó la primera pregunta:

—¿Cómo se conocieron?

Dominic se acomodó en su silla, listo para soltar su cuento.
Pero yo me adelanté.

—En una gala benéfica —respondí—. Fue… inesperado.

Elliot anotó con rapidez.

Ni levantó la vista cuando lanzó la siguiente:

—¿Y cuál fue el momento exacto en que supieron que estaban enamorados?

Me preparé para improvisar, pero Dominic me robó la escena.

—Cuando ella me robó una ficha de póker —dijo, sonriendo como si el recuerdo fuera oro puro.

Abrí los ojos, fingiendo indignación.

—¿¡Yo!?

Él se inclinó hacia mí, teatral, perfecto para la cámara.

—Sí. Tenías un vestido rojo, una copa de tequila en la mano… y esa sonrisa.

El público ficticio en sus ojos estaba fascinado.
Yo, en cambio, le sostuve la mirada con una media sonrisa congelada que gritaba:

*Si me tocas de más, te entierro en el jardín junto a la fuente.*

Elliot anotaba como loco. Fascinado. Y eso me inquietaba mucho más de lo que debería.

Maya, que no aguantaba las ganas de meterse, soltó una risita.

—Si esto fuera una novela, yo ya sería del club de fans —comentó.

Claudine aplaudió con entusiasmo.

—¡Plus, plus! Más natural, monsieur. Más pasión.

Jonas se inclinó hacia mí, todavía con su brocha en la mano.

—Si quieres, le pongo un poco de polvo mágico para que se vuelva dulce por una semana.

Le guiñé un ojo.

—Hazlo. Aunque sea con pegamento industrial.

En medio del caos, el chico de iluminación gritó de nuevo:
—¡Alguien que vigile al conejo! Ese animal sabe demasiado.

El comentario arrancó carcajadas alrededor.
Yo también sonreí, aunque por dentro me estaba jurando una cosa:
Este show apenas empezaba, y Dominic iba a pagar cada palabra.

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La siguiente parte de la sesión es en el jardín. Las luces portátiles ya están instaladas, y cables atraviesan el césped como serpientes negras. Claudine camina de un lado a otro, agitando una bufanda de seda como si fuera una directora de orquesta en pleno concierto.




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