Episodio 5
No hay nada más sospechoso que un hombre que sonríe en público y guarda silencio en privado.
Y Dominic Caldwell, mi flamante “esposo accidental”, es el rey de ese arte.
La mansión está casi vacía después del caos de la sesión fotográfica. Las luces del jardín se apagan una a una, y el silencio se asienta como una manta pesada. Yo me encierro en la habitación de huéspedes —porque, aunque nos vendan como la “pareja del momento”, créanme que no pienso dormir en la misma cama que ese arrogante— y me quito los tacones con un suspiro de alivio.
Pero entonces lo escucho.
Una voz. Baja, contenida, grave.
Me acerco a la puerta y abro apenas un resquicio. El pasillo está oscuro, iluminado solo por la luz cálida que se escapa desde el estudio de la planta baja. El sonido viene de ahí.
Bajo descalza, cuidando que la escalera no rechine, y me detengo antes de la puerta entreabierta.
Dominic está de pie frente a un ventanal, con un vaso de whisky en la mano y el celular pegado al oído. La postura de su cuerpo lo delata: rígido, tenso, con los hombros tensados como un arco a punto de romperse.
No escucho la otra voz, solo la suya.
—…¿Crees que no me doy cuenta? —Su tono es bajo, pero cargado de veneno.
Hace una pausa, apretando los labios.
—No. Ya no voy a seguir con esto. —Camina de un lado a otro, como un león enjaulado.
Otro silencio. Aprieta el vaso hasta que sus nudillos se vuelven blancos.
—¿Piensas que no descubrí la verdad? —Su voz se quiebra apenas, entre rabia y decepción.
Yo me quedo helada. ¿La verdad de qué? ¿De quién habla?
Dominic suelta una risa amarga.
—Siempre lo mismo… manipular, mover las piezas del tablero como si todos fuéramos tus marionetas. —Golpea el escritorio con la palma de la mano. El ruido me hace dar un salto.
—Pues no. No esta vez.
De pronto baja más la voz, casi un susurro furioso.
—¿Qué carajos esperas de mí? ¿Que finja toda mi vida? ¿Que me quede de brazos cruzados mientras arruinas todo lo que tocas?
Silencio. Su respiración es agitada, y durante un segundo creo que va a lanzar el celular contra la ventana. Pero no. Se lo pega de nuevo al oído.
—Escúchame bien… si esto se viene abajo, será tu culpa. No la mía.
Termina la llamada con un gesto seco y tira el celular sobre el escritorio. Se queda un momento quieto, mirando su reflejo en el cristal del ventanal, como si odiara al hombre que tiene delante.
Yo retrocedo en silencio, con el corazón latiendo como un tambor en mi pecho. Subo las escaleras casi corriendo, temiendo que me descubra espiando. Cuando cierro la puerta de mi habitación, me dejo caer sobre la cama, temblando.
No entiendo nada.
¿Con quién hablaba? ¿Qué es eso que “descubrió”? ¿Por qué sonaba… roto?
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La mañana siguiente me recibe con el sonido del agua golpeando contra el mármol de la regadera. Me quedo unos segundos bajo el chorro caliente, intentando que el vapor se lleve todo lo que pasó anoche: las sombras, la rabia en la voz de Dominic, y mi propia inquietud por no entender quién demonios es el hombre con el que ahora comparto techo.
Cierro los ojos y me froto el cabello con el champú hasta cubrirlo de espuma, como si fuera posible borrar los recuerdos de la misma manera. Pero el agua no se lleva las preguntas. Solo las vuelve más pesadas.
Cuando salgo de la ducha, envuelta en la toalla, me miro en el espejo empañado. Mis mejillas aún tienen el rubor del calor, y mis ojos cargan con la falta de sueño. “Perfecta para un desayuno matrimonial”, pienso con ironía.
Abro el armario y me obligo a elegir algo que diga: *tengo el control de mi vida*, aunque en realidad esté improvisando. Me decido por un vestido midi en tono esmeralda, de tirantes finos y caída ligera, que contrasta con mi piel clara y mis piernas largas. El escote es discreto, pero lo suficiente para que Dominic note que no me dejo intimidar. Lo combino con unas sandalias de tacón bajo y un par de pendientes dorados en forma de aro.
Al soltarme el cabello, todavía húmedo, cae en ondas rebeldes sobre mis hombros. No lo plancho. Quiero que parezca que me levanté radiante *sin esfuerzo*, aunque haya tardado media hora en lograrlo.
Cuando bajo al comedor, él ya está ahí. Sentado con la espalda recta, el periódico en una mano y una taza de café en la otra. Impecable en una camisa blanca perfectamente planchada, como si no hubiera estado anoche a punto de romper el ventanal a golpes.
Levanta la mirada apenas me escucha entrar. Sus labios se curvan en una sonrisa de esas falsas que conozco demasiado bien.
—¿Dormiste bien, esposa?
Me siento frente a él, cruzo las piernas con la calma más fingida de la historia y le respondo:
—Como un bebé en un avión en turbulencia.
Espero que mi sarcasmo disimule el nudo en mi estómago.
Él hojea otra página, como si mis palabras no lo tocaran en lo más mínimo. Pero yo no puedo dejar de observarlo. Hay algo en su mirada esta mañana que me deja helada.
No es solo arrogancia.
Es rabia contenida.
Es un dolor que no quiere mostrar.
Y lo peor es que, aunque intento odiarlo… una parte de mí quiere entenderlo.
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Más tarde, salimos al jardín porque un nuevo equipo de fotógrafos quiere tomarnos unas “imágenes espontáneas” (como si algo en nuestra vida fuera espontáneo a estas alturas). El pasto está perfectamente recortado, los rosales en fila parecen sospechosamente más impecables que yo misma y, por supuesto, hay luces instaladas por todas partes.
El conejo, que ya parece haber adoptado el rol de mascota oficial, corretea entre las plantas, provocando las carcajadas de los camarógrafos. Dominic incluso levanta la mano en gesto triunfal, como si la criatura fuera parte de su plan maestro desde el principio.