La ilusionista y el abogado

Raíces y fantasmas

Episodio 6

El viento olía a aserrín y humedad cuando mis botas se hundieron en la tierra blanda que rodeaba la carpa del circo. Ese olor no solo me golpeaba en la nariz, sino que me estampaba un recuerdo cálido y agridulce en el pecho: el sudor pegajoso de los artistas mezclado con perfumes baratos, los gritos exaltados de niños que corrían con algodones de azúcar pegados a los dientes, y el sonido lejano de tambores intentando apagar el silencio. Siempre que entraba aquí, me sentía invadida por esa sensación extraña, como si el circo fuera una parte de mí, un pedazo de alma que no logro soltar.

El circo no era un imperio ni una maravillosa compañía con renombre internacional. Era apenas un puñado de carromatos viejos, animales cansados y un escenario con luces que parecían pedir jubilación anticipada. Pero era mi herencia. Lo único que mi padre me dejó.

Mi padre… decir esa palabra aún me duele, como tragar una espina que no se quiere ir. Él fue el corazón del circo, un hombre de manos ásperas, sonrisa eterna y sueños gigantes —aunque la lona siempre se nos quedara pequeña para contenerlos. Ahora, cuando camino entre las cuerdas flojas y las jaulas oxidadas, casi puedo oír su risa, sentir que me dice que no me rinda, que siga haciendo magia, aunque nadie más crea en ella.

De mi madre no hablo. Nunca. Su recuerdo es una espina clavada en el alma, una herida que prefiero esconder bajo la piel para no desangrarme en público. Mencionarla sería abrir un pozo de tristeza del que no sé si pueda salir.

Así que solo pienso en mi padre… y en lo que me enseñó. En cómo me alentó a creer en milagros con las manos vacías.

Y aquí estoy, de pie en mi hogar—porque tuve que salir del oscuro mundo de la mansión alquilada para volver a este rincón de tierra, polvo y vida verdadera.

De repente, la voz potente de la señora Cornelia, la encargada de las inauguraciones, irrumpe en el aire como un trueno alegre.

—¡La señorita Aveline llegó!

Los trabajadores del circo salen de entre bambalinas y carromatos para rodearme y aplaudir con emoción desbordante. Siento calor en las mejillas y un cosquilleo raro que no sé si es nostalgia o vergüenza.

Marcelo, mi amigo de toda la vida y mano derecha en el circo, viene hacia mí con una sonrisa franca y me abraza con fuerza.

—Pensé que no venías, señorita —me dice con voz bromista.

Le doy un apretón firme y nos separamos, aún sonriendo.

—Jamás, este es mi hogar —respondo con una sonrisa que intento que suene natural—. ¿Cómo está todo por aquí?

—Desde que no has estado, esto ha sido un verdadero desastre —dice Marcelo con una sonrisa resignada—. Por eso todos se alegraron cuando te vieron. Eres la luz de todos nosotros.

Exageras —le contesto, sonrojada y tratando de quitarle importancia—. Y... ¿Aarón?

Al mencionar a Aarón, el rostro de Marcelo cambia. Se vuelve serio.

—Desde que saliste de las noticias, ha estado peor. No habla con nadie y no se le ha visto una sonrisa en la cara desde entonces.

Aarón y yo crecimos juntos. Nunca nos habíamos separado. Pero con todo este lío de mi matrimonio… quizás lo haya tomado mal.

—Está bien... ¿Dónde está ahora?

—En la cabaña donde solian jugar. Ese es su lugar favorito.

Dejo la maleta a un lado con la intención de ir a buscarlo, pero antes la señorita Cornelia me agarra del brazo y me recibe con un abrazo que se siente como un cobijo.

—No sabe cuánto me hizo falta.

—No me fui para siempre, señorita —le respondo con una risa.

Mientras nos separamos, veo cómo a Cornelia se le escapan algunas lágrimas.

—Y el galán, ¿dónde está? Me encantaría conocerlo.

Se me tensa el cuerpo y suelto un suspiro.

—Él le teme a estas cosas. Es alérgico a los animales y a la suciedad. No creo que lo veas por estos lados...

—¿Como así? —pregunta con curiosidad.

—Después te cuento —le digo con una sonrisa algo traviesa—. Voy a ir a ver a Aarón.

—Está bien...

Comienzo a caminar, pero Cornelia me detiene con un toque en la manga.

—Señorita Aveline...

—Sí... —respondo atenta.

—Puede que él esté enojado.

Asiento con la cabeza y sigo mi camino hacia la cabaña donde solíamos jugar de niños. Subo las escaleras del pequeño árbol y ahí está, como si el tiempo y la tristeza lo hubieran convertido en un habitante de sombras.

Estaba de espaldas, con su guitarra apoyada en el regazo, tocando esa canción que solía dedicarme. Pero esta vez hasta la guitarra parecía triste, como si su alma se hubiera apagado junto con la mía. El sonido era lento, casi un suspiro melancólico que me atravesó el pecho.

—Hola, grandulón —le dije, sentándome en la tabla que conectaba los dos troncos del árbol. El mismo lugar donde tantas veces soñamos juntos con un futuro mejor.

No me miró. Su voz vino fría y áspera, cargada de distancia.

—Hasta que por fin tu maridito te soltó...

—Yo me solté de él, deberías saberlo mejor —le respondí con una sonrisa amargada—. No dejo que nadie me mangonee.

Por fin se giró, con esos ojos azules que siempre lograban hipnotizarme, aunque ahora solo transmitían frío y una mezcla de dolor y decepción.

—Eso pensé... antes de que te casaras con alguien que nadie conocía. ¿Quién es él? ¿Cuándo fue la primera cita? ¿Te casaste por conveniencia o qué? Porque no entiendo, Ave...

Su expresión reflejaba un viejo dolor que me atravesó como un puñal. Pensé que no estaría tan enojado conmigo. Pero me equivoqué. Estaba mucho más dolido de lo que aparentaba.

—Es... —empecé a explicar, pero suspiré cansada—. No lo entenderás, y además... ¿Por qué me haces tantas preguntas? ¿Acaso tú no haces lo mismo con la mayoría de las chicas que trabajan aquí? Y yo no ando metiéndome en tu vida.

Apartó la mirada, tragando saliva.

—Tienes razón, no tengo derecho a meterme en tu vida ni a decirte con quién tienes que estar...




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.