Episodio 7
El aire en el camerino era denso, impregnado de olores a maquillaje, sudor y polvo rancio. Las paredes de madera descarapelada iban recogiendo el eco de nuestra pelea, chasqueos de dedos y zarpazos que parecían más propia de una jauría que de dos mujeres enfrentadas en un espacio reducido. Un pequeño ventilador chirriaba desde una esquina, intentando sin éxito refrescar la tensión que subía como vapor en una olla a punto de explotar.
Rossel, la ex de Dominic, estaba plantada frente a mí como si fuera la dueña del mundo, con los brazos cruzados y los ojos llenos de un odio congelado.
—¡Estás loca! —gritó—. ¿Quién te crees que eres para venir a interponerte en mi vida? No mereces estar ni cerca de Dominic, ni de este lugar. Solo eres... una farsa, una intrusa. ¡Una mujerzuela!
Mi sonrisa se curvó con un destello desafiante.
—¿Farsa? —dije, casi divertida—. Mejor que farsa, soy la única que tiene huevos para plantarte cara. Y mujerzuela me haces porque no puedes soportar que él esté conmigo, ¿verdad?
Rossel me lanzó una mirada contaminada de veneno, y de un golpe rápido me estampó una bofetada que me hizo estremecer. Pero no estaba para rendirme ni para que me pusieran la mano encima.
Con una agresividad que sorprendió hasta a mí misma, le agarré un mechón de cabello y tiré de él, sacudiéndola.
—Dos cachetadas, ¿eh? Pues toma dos cachetadas —le avisé con una sonrisa torcida—. Esto es solo el calentamiento.
Le di una cachetada a Rossel, y antes de que pudiera recuperarse, otra, mucho más fuerte.
—¿Sabes qué? —gruñí—. Tienes un problema conmigo, y con la realidad.
El aire vibraba con nuestro forcejeo, cuando de repente sentí un pequeño movimiento que llamó mi atención hacia el maletín de trucos que había dejado en una mesa al lado.
El conejo —mi cómplice invisible y confidente peludo— saltó hacia adelante con la elegancia de un general en medio de la batalla.
—Hora de la limpieza —declaró con voz contundente, mientras miraba a la pobre Rossel con ojos rojos que brillaban como carbones encendidos—. Esta loca necesita un baño... muy especial.
Rossel me lanzó una mirada furiosa y se apartó intentando alejarse, pero yo la tenía sujetada por el pelo con firmeza.
—¿Qué fue eso? —sollozó—. ¡Esto es acoso!
El conejo se posicionó apenas a centímetros de su rostro y, con una precisión impecable, le orinó directamente en la mejilla.
—¡¿Qué demonios?! —chilló Rossel, pataleando con desesperación y manoteando para quitarse el líquido—.
—Eso, chata, es magia de la buena —comentó el conejo con tono sarcástico y divertido—. Directo a la cara, cortesía de la verdad.
El ambiente se llenó de un silencio incómodo, interrumpido solo por el sonido del ventilador y la respiración agitada de las dos mujeres en pie, una empapada y la otra riendo a carcajadas.
Rossel, ahora realmente fuera de sí, me miró con odio puro.
—¡Estás enferma! —me espetó—. Te has vuelto una loca, Aveline. ¿Quién te cree esta payasada?
Le dediqué una sonrisa fría, mientras soltaba su cabello para que cayera sobre sus hombros empapados.
—¿Sabes qué? Todavía tienes una oportunidad de irte antes de que esto se ponga peor —le advertí—. Pero te aseguro que aquí mando yo.
La tensión se cortó de golpe cuando la puerta del camerino se abrió y Dominic entró, con los ojos muy abiertos y la respiración acelerada por lo que acababa de oír.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó, mirando a las dos con cara atónita.
Me levanté derecha, despeinada y quizás un poco fuera de control, pero más segura que nunca.
—¿Qué le pasa a esta? —dije apuntando a Rossel—. Se cree con derecho a venir a insultarme y a llamarme mujerzuela solo porque tú y yo estamos casados. Aunque te duela, Dominic, yo no me dejo pisotear.
Dominic frunció el ceño y se dirigió a Rossel, agarrándola del brazo con firmeza.
—¿Qué haces metida en mi negocio? —le dijo tajante—. Puedes salir por esa puerta ahora mismo.
Rossel pataleó, intentando soltarse, pero Dominic la sostuvo con más fuerza.
—No me vas a sacar de aquí —chilló—. ¡Él y yo tenemos historia!
—¿Historia? —repetí con desdén—. No me hagas reír. Aquí lo que hay es un montón de mentira y celos baratos.
Dominic intentó calmarla, pero la tensión crecía en el aire.
—Vamos Rossel —le dijo con voz firme—. Ya es hora de que te vayas.
Rossel lanzó una última mirada venenosa hacia mí, antes de salir arrastrada por Dominic.
Cuando estuvieron fuera, me crucé de brazos, aun con la adrenalina y la rabia palpitando en cada vena.
Dominic volvió hacia mí, con una expresión que mezclaba sorpresa, molestia y algo parecido a la preocupación. Sus ojos parecían decir: "Esto no puede seguir así".
—¿Y dónde se supone que deberías estar? —me preguntó con una sonrisa irónica, cruzándose de brazos como si estuviera jugando un juego en el que ya conocía todas las reglas.
Le dediqué una mirada burlona, sesgando mi sonrisa con un toque desafiante.
—En la mansión, sirviéndote como dos esposos, como hace una esposa... dándote de comer y atendiéndote —solté con descaro, dejando que cada palabra cayera como un reto.
Me reí con suficiencia, la risa de quien sabe que está ganando su batalla.
—Papasito, estás muy equivocado si crees que soy una mujer que se queda en su casa alquilada con un hombre para atenderlo. Ve y dile a tu noviecita o a tu amante que te atienda. A mí me dejas en paz. ¿No quieres que te saque de aquí a la fuerza?
Dominic agitó la cabeza negando con una sonrisa entre resignada y divertida.
—Entonces, ¿por qué te peleaste como una gallina con Rossel? Pensé que era por mí.
Solté una carcajada que retumbó en el camerino y dibujó un brillo juguetón en mis ojos.
—Lo hice para despejar que todo este rollo es pura mentira. Salvo mi reputación, aunque no lo creas, señorito.