La ilusionista y el abogado

La Princesa del Circo y la Mansión de Cristal

Episodio 10

El camerino apestaba a una trinidad profana: el dulzor empalagoso del algodón de azúcar, el rancio e intenso aroma a sudor y el químico floral del maquillaje barato. Una mezcla extraña entre glamour fugaz y el fantasma de la tragedia inminente. Mis manos, firmes para sostener mi peso en un aro, temblaban ahora al deslizar los fajos de billetes dentro de un sobre beige. Era de papel común, inofensivo a la vista, pero su peso en mi palma era el de una lápida sobre mi alma.

Hoy era el día final. Los mismos hombres de ojos fríos que me habían advertido sobre las deudas de papá llegarían para el cobro. Un fracaso, y no solo perdería el nombre, sino hasta la última lona de la carpa.

Aseguré el sobre en el bolsillo interior de mi pantalón, sintiendo el crujido seco al ajustarlo contra mi cintura. Cerré los ojos, respiré hondo y me enfrenté al espejo. Mis ojos, enmarcados en un delineado felino, me devolvían una mirada extraña. Llevaba el cabello recogido con ligereza y el vestido brillante de lentejuelas que usaba para mi acto de contorsión. Sonreí, pero esa curva de mis labios se sentía tan prestada y frágil como la paz que intentaba simular.

Un golpe seco, casi violento, resonó en la puerta y me hizo saltar.

—Ya están aquí, Aveline —anunció Marcelo con su voz áspera, tan rasposa como el aserrín.

—Diles que ya voy —respondí, dándole una última palmada tranquilizadora al sobre.

Justo cuando mi mano tocó la manija de metal, un ligero salto vibratorio sacudió el piso de madera. Frente a mí, se irguió el conejo, su pelaje color gris perla y esos ojos descaradamente insolentes. Cruzó sus diminutas patitas sobre el pecho en un gesto de ofensa suprema.

—¿Ahora qué quieres, conejo? —le pregunté con un cansancio que me raspaba la garganta.

—¿Qué clase de pregunta es esa? —resopló él, el tono más dramático que el de una diva caída—. No me dejarás aquí mientras te vas con Dominic el Magnífico a su gran mansión a disfrutar de ese paraíso, ¿o sí?

Rodé los ojos, pero una risa, genuina esta vez, se me escapó. El absurdo de su reclamo me superaba.

—Obviamente que te quedarás aquí.

—¿Por qué? ¡Llévame contigo, porfis! Prometo portarme bien, solo quiero ver si allá dan zanahorias importadas.

—Ya te dije que no, conejo.

Di un paso decisivo hacia la puerta. Él me siguió unos centímetros antes de gritar, con la voz ahogada:

—¡Me dicen Potito!

Me detuve en seco. Lo miré con una ceja arqueada, casi desafiante.

—¿Potito? ¿En serio?

—Suena tierno, ¿verdad?

—Suena ridículo.

Salí riendo abiertamente. A mis espaldas, escuché su refunfuño agrio:

—¡Pues al menos suena memorable!

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El sol del atardecer se colaba en franjas anaranjadas por las viejas lonas del circo, tiñendo el aire de polvo dorado. Las luces comenzaron a encenderse una a una, como estrellas artificiales que anunciaban la función nocturna del fin de semana.

Caminé hacia la zona de oficinas. Allí me esperaba el gerente junto a unos hombres trajeados de negro que parecían recién salidos de un velorio, con el rostro tan pétreo como mármol.

—Aquí está lo acordado —dije, deslizando el sobre beige sobre el escritorio.

El gerente lo tomó, le dio apenas un vistazo, pero luego negó con la cabeza, una sonrisa extraña y casi nerviosa estirando sus labios.

—No es necesario, señorita.

—¿Qué? Pero si usted dijo que debía pagar esta cantidad hoy mismo…

—Sé lo que dije —interrumpió él con voz grave y cortante—. Por favor, no haga más preguntas y firme aquí.

Me quedé paralizada. Sentía la garganta seca y la mente en blanco. Firmé un papel sin entender una coma, mientras el gerente y los hombres de luto se esfumaban casi de inmediato.

—Felicidades, ya todo es suyo. Y disculpe todo este alboroto —añadió el gerente, su voz casi un murmullo, antes de desaparecer entre las luces parpadeantes del circo.

Me quedé sola, sosteniendo el sobre todavía cerrado y pesado.

Primero me exigen dinero con amenazas, y ahora lo rechazan... ¿y todo está bien? No. En mi mundo, en el circo, las cosas jamás eran fáciles; si algo parecía serlo, era porque alguien más estaba moviendo los hilos en la sombra.

—Hola, hermosa —la voz alegre y cálida de Aarón rompió mis pensamientos. Sus ojos eran tan sinceros, que siempre parecían buscar respuestas más profundas que mis palabras—. ¿Cómo te fue?

—Ya está todo pagado —dije, la palabra ‘pagado’ aún aturdida en mi boca.

—¿Qué? ¿Pero cómo?

—Estoy igual que tú… —respondí, cerrando los puños. No podía perder el tiempo. Era tarde. Debía irme a la mansión, cumplir mi parte del trato. Fingir, una vez más, que todo era normal.

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El sol ya se había rendido ante la noche cuando terminé de dar las últimas indicaciones. El aire olía a gasolina y aserrín húmedo.

—Volveré en dos días —les dije, abotonando mi abrigo con movimientos rápidos—. Para el show normal. Por favor, cualquier cosa me avisas, Marcelo.

—Por supuesto, señorita.

Aarón, con los brazos cruzados y el cuerpo recargado en una columna, me miraba con una desaprobación transparente en el rostro.

—¿Segura que te irás?

—Sí. Además, sé lo que hago… él es mi esposo. Estaré bien.

—Suerte, mi niña bella —dijo Cornelia, acercándose y abrazándome con una fuerza maternal. Ella olía a perfume barato y a cariño verdadero.

—Gracias.

Las luces del circo titilaron una última vez justo cuando un coche negro, elegante y silencioso, se detuvo en la entrada. Era un Mercedes-Benz Clase S, tan pulcro y brillante que reflejaba las luces del carrusel cercano como un espejo de obsidiana.

La puerta del conductor se abrió con una elegancia medida. Dominic bajó, impecable en su traje gris carbón, con su reloj dorado destellando bajo la luz lunar. Saludó a mi equipo con una sonrisa perfectamente calibrada, aunque sus ojos, como siempre, llevaban ese aire de arrogancia encantadora y peligrosa.




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