La ilusionista y el abogado

El Precio de la Locura: Un Beso y una Ficha de Ajedrez.

Episodio 11

No sé en qué momento pasamos de pelear por quién había arruinado el lote de masa para galletas a estar sentados en el suelo de la cocina, con las mejillas coloradas por el esfuerzo y las manos pegajosas de harina y azúcar. El aire en la inmensa cocina de mármol estaba cargado, ya no de sal, sino de una calidez íntima.

Dominic se había desabotonado la camisa de algodón a medio camino, excusándose con que “estaba sudando como un minero”. Yo sospechaba, con una certeza irritante, que lo había hecho solo para distraerme. Y sí, funcionó. Su torso, firme y salpicado de harina, era una visión que intentaba ignorar con una intensidad infructuosa.

—Si me miras así, terminarás derritiendo mi ego —dijo con una sonrisa ladeada, ese gesto arrogante que yo odiaba (y amaba) a partes iguales.

—No te creas tanto —respondí, intentando que mi voz no sonara tan afectada como mi pulso—. Solo estoy viendo si todavía tienes harina en la cara… pareces una paloma herida que se dio contra un saco de cemento.

—¿Ah sí? —Alzó una ceja, ese tic suyo que denotaba desafío, y se inclinó hacia mí, acortando peligrosamente la distancia entre nuestros rostros—. Ven, límpiala tú, Aveline. Sé precisa, no me gusta llevar imperfecciones.

Tomé un paño de cocina que tenía cerca. En lugar de limpiar, le di un leve y deliberado toque justo sobre la punta de su nariz, dejando una mancha blanca impecable.

—Listo. Perfecto. Ahora pareces menos idiota.

—Y tú pareces menos gruñona. El maquillaje de circo se te está cayendo, dejando al descubierto a la chica que sonríe.

Rodé los ojos con un suspiro dramático, pero la risa se me escapó antes de poder contenerla. Hacía tiempo, años, que no me reía así, sin calcular, sin miedo a lo que vendría después. Era una risa franca, que me dolía el estómago.

Nos levantamos. Dominic empezó a limpiar la encimera de mármol con una concentración casi admirable, mientras Potito se subía a una de las banquetas altas, como un juez peludo observando la humanidad.

—¿Y si jugamos algo? —preguntó Dominic de repente, tirando el trapo a la pila. Su voz adquirió un tono de conspirador.

—¿Jugamos? ¿Qué somos, niños de diez años que no tienen Nintendo?

—Sí. Pero no niños aburridos. Será algo divertido. Preguntas rápidas. Si fallas, haces un reto. Algo que no harías en el circo.

—No pienso hacer nada raro —advertí, cruzándome de brazos, aunque la idea me tentaba.

—Nada raro… todavía —sonrió él, con ese brillo en los ojos que advertía peligro.

—Está bien. Empieza tú. Pero si te pasas de listo, te doy con la escoba.

Dominic caminó hacia la mesa de la cocina, donde había quedado una botella de vino tinto abierta. La tomó, la giró entre sus dedos y la depositó de nuevo. No era la botella del reto, pero era un accesorio perfecto para el juego.

—Bien. Primera pregunta, dulce Aveline. Comida favorita... y no vale decir zanahorias.

—Pasta con camarones —respondí al instante, satisfecha.

—Aburrido. Yo pensé que dirías "zanahorias" para quedar bien con el conejo. Cero originalidad.

Potito, que había estado observando, levantó una oreja con solemnidad.

—Gracias por pensar en mí, mi buen Dom.

—Mi turno —dije ignorando al juez de pelaje gris—. ¿Cuál fue tu primera gran mentira, Dominic? Esa que sentiste que te cambió la vida.

Dominic deslizó un dedo húmedo por el cuello de la botella de vino. Su sonrisa se borró, dejando solo la tensión en su rostro.

—Cuando le dije a mi padre que quería ser abogado —confesó, el sonido de la palabra padre casi un susurro.

No supe si reír por lo absurdo o sentir lástima por la carga que eso implicaba.

—Eso suena… triste. A un sacrificio.

—No. Suena a que uno aprende a sobrevivir a fuerza de cuchillo —contestó con voz baja, mirando fijamente el color rubí del vino. Luego levantó la vista, y sus ojos se clavaron en los míos, dos pozos oscuros y penetrantes.

Por un instante, el silencio nos tragó por completo. Su mirada tenía algo que me desarmaba, me hacía sentir comprendida y vulnerable a la vez.

Necesitaba romper ese ambiente denso y peligroso.

—Bueno, te toca un reto —declaré con una sonrisa forzada.

—¿Qué? Pero no fallé.

—Fallaste emocionalmente. Eres demasiado profundo, eso es trampa. Así que cuenta.

Dominic soltó una risa seca, aceptando el juego.

—Está bien. ¿Qué quiere que haga mi princesa de circo? Lo que sea.

Lo pensé un segundo. Quería algo que lo sacara de su perfección y lo trajera a mi mundo.

—Baila conmigo.

Dominic alzó ambas cejas hasta casi desaparecer bajo su flequillo.

—¿Aquí? ¿Sin música? ¿Y sin zapatos de baile?

—En un circo, siempre hay música. Invéntate el ritmo.

Él sonrió. Esa sonrisa era la rendición. Dejó la botella, y tomó mi mano con una calidez firme. Me atrajo suavemente hacia él, su cuerpo ligeramente inclinado hacia el mío, y empezó a moverse de un lado a otro en un vals improvisado, tarareando una melodía ridícula que sonaba como un jazz malo.

—"Aveline la gruñona y su príncipe de harina... buscando el amor que no termina..." —canturreó, girándome con una gracia sorprendente.

—Dominic, cállate, pareces un juglar borracho —dije riendo, tratando de seguir sus pasos.

—"Ella lo odia, pero su corazón palpita, y sus manos de contorsionista se agarran de mi camisa rota..."

—¡Te juro que te piso el pie!

Pero ya era tarde. Nos reíamos tanto que terminamos girando torpemente, chocando sin control hasta impactar contra el mullido sofá de la sala contigua.

Caí sobre él. Nuestras risas se mezclaron, se volvieron un suspiro entrecortado, y de repente, el aire se volvió espeso y quieto.

Mi risa se fue apagando poco a poco cuando noté la cercanía: mi rodilla estaba atrapada entre sus piernas, el latido frenético de mi corazón contra su pecho desnudo. Su respiración, ahora irregular, chocaba con la mía, y sus ojos bajaron de mis pupilas hacia mis labios.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.