La inexistencia de todas las cosas

Capítulo 04: Desde lo desconocido

Tengo miedo.

Desde que subí la entrada anterior, varias cosas comenzaron a ocurrir.

Por ejemplo, al día siguiente, de madrugada, puedo jurar que comencé a sentir el olor a cigarrillo. Papá fuma, así que al principio no pude evitar dar por sentado que se trataba de él. Pero yo estaba aquí, abajo, en mi habitación, y ese olor jamás llegó a este lugar. Simplemente, no, era imposible. Y, como no podía dejar de esperarse, algo en mí lo relaciona con Jim. Siempre con él.

También escuché que alguien usaba el baño de arriba a eso de las doce y cinco minutos. Nada de eso me habría preocupado tanto si no hubiese sido la hora en la que sospechan que el niño murió. Y no es que todo esto me perturbe o aterre, pero hay algo en mi cabeza que quiere relacionarlo. Pensar que se trata de él. Que, a pesar de no haber demostrado su existencia durante estos trece años, está empezando. O volviendo. Como sea, pero algo me dice que él está aquí.

Son casi las tres de la madrugada, y no puedo dormir. Se supone que mañana es sábado, pero iré a uno de los partidos de Billy. Él jueza baloncesto. Y sí, es muy alto.

Si a mí me lo preguntas, dudo mucho de todo esto. Veo realmente complicado que se trate del fantasma de un niño que jamás estuvo presente intentando ahora molestarme sólo porque me interesé un poco en su historia. Y la verdad es que, a estas alturas, ya comenzaba a querer dejarlo. Es decir... ¿buscar a su hermano? ¿En serio estaba pensando en hacer algo como eso? Apenas sé a dónde pudo ir. Y, en el extraño caso de que logre averiguarlo, ¿cuál es la idea? No puedo llamarlo y preguntarle qué le sucedió a su hermano en realidad. O si él lo asesinó. O lo que sea. No sería correcto.

¿Y si todavía le duele?

Desde que tengo memoria soy partidaria de creer que el hecho de perder a alguien marca a una persona de por vida. No estoy segura de si se trata de algo irreversible o que te seguirá hasta la muerte, pero tengo mis sospechas. No hay día en el que no piense en mi padre. O en mi madre. En lo que sea que los haya llevado a abandonarme, a dejarme tan sola. Durante años y años he creído que no valgo la pena por el simple hecho de que las primeras personas que deberían haberme amado no lo hicieron, pero a la larga terminé hartándome de ese sentimiento, y aquí estoy.

Llorando y cagada hasta las patas.

A todo esto, hace un par de horas he ido a hablar con Sarah Lynn. La encontré en su habitación escribiendo y, cuando quise entrar, ella cerró el cuaderno que tenía y lo escondió debajo de su escritorio. Fingí no haberme dado cuenta, pero claro que lo vi. Está escribiendo de nuevo en su diario, ese que usaba para escribir cartas de despedida cuando tenía la clara idea de que quería abandonarnos.

Una vez Laurence lo encontró sobre su cama. Al parecer, Sarah Lynn se había ido allí, a la habitación de nuestros padres, a escribirles una carta de despedida. Pensaba irse esa misma noche, pero fue descubierta cuando bajó un par de minutos porque yo la llamé y, en eso, papá leyó las catorce cartas que nunca le llegaron.

Así que sí. Catorce veces mi querida hermana estuvo a punto de dejarme. O dejarnos, como quieras verlo.

—¿Cómo vas, Billie?—me saludó ella, como si intentase disimularlo demasiado mal.

Siempre me pregunté si habría alguna carta para mí en ese diario. Si valgo lo suficiente la pena como para que ella sienta que tiene que despedirse de mí.

—Normal—contesté—. En realidad, no sé.

Respondo de esa manera cada vez que preguntan por mi estado de ánimo, y sólo una vez Sarah Lynn se animó a preguntarme si me ocurría algo. Le expliqué que odiaba esa pregunta y que no volviera a hacerla si no quería que me enfadara un poco con ella. La verdad es que no podría enfadarme, pero sí creo que evitaría responderle. No entiendo por qué todo el mundo espera a todas horas que conozca mi estado de ánimo y entiendo mucho menos el hecho de que, por no saberlo, asuman que algo me sucede.

—¿Te sientes mal?—le pregunté entonces, al ver que ella no iba a decir nada más.

Y justo en ese momento la vi a ella y pensé en todos sus amigos. En aquellas personas que a veces causaban que volviera triste de las clases. Y el hecho de hablar de tristeza me llevó a pensar en Jim, en su última semana de vida y en sus amigos. No conozco a ninguno. ¿Y qué edad pueden llegar a tener ahora? Ni idea. No lo sé. Pero es algo mucho más sencillo por lo que comenzar que pensar en buscar a su hermano.

—No es nada—respondió Sarah Lynn. Vi cómo dos lágrimas comenzaron a caer, y al instante me acerqué a ella para abrazarla—. En serio, Billie, no pasa nada.

En silencio, esperé. No sé qué creía que sucedería, pero tampoco sabía que otra cosa decirle. Siempre que la veo llorando ella intenta alejarse de mí porque odia que la vean vulnerable, y yo siempre le digo que es lo de menos, que, aunque llore, ella siempre será la hermana más fuerte que tengo, pero ni siquiera eso la convence.

—Necesito que te vayas—insistió.




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