La inexistencia de todas las cosas

Epílogo: Adiós a la eternidad

Mi nombre es Jim Fredicksen y no morí cuando tenía catorce, aunque una parte de mí sabe que debería haberlo hecho. En realidad, si quieres que sea sincero, no sé cómo puedo afirmar eso. Cuando era pequeño, una noche de septiembre, mientras mis padres salieron a buscar a mi hermano de una fiesta, algo muy extraño sucedió.

Jamás me creyeron, pero juré mil veces, hasta el cansancio, haber visto a un espectro. O algo así, aunque no estoy del todo seguro de qué era, si quieres que sea sincero.

Era una chica, o eso parecía. Menuda, rara y extrañamente nerviosa, estaba parada en mi puerta, como si impidiese que esta se abriera. Me desperté por un fuerte sonido y la vi ahí. No me costó para nada entender que estaba en peligro, pero no sabía con exactitud porqué.

Hablé con ella. Le pregunté algo que ya no recuerdo, pero su voz sigue grabada en mi memoria.

Con el pasar del tiempo, lograron convencerme de que estaba loco. De que lo que había visto era solo parte de un sueño, uno muy malo, o quién sabe qué. Pero yo sé que no es así. En cuanto los sonidos fuertes se detuvieron, el espectro desapareció. Aguardé, aterrado, un par de minutos, justo en mi cama sin hacer nada. Ella había prometido que nada malo me sucedería, así que me sentía tranquilo. No sé por qué, pero confié.

Lo suficiente como para animarme a salir.

Encontré en el pasillo un cigarro apagado y tres cuchillos tirados. Tomé todo eso, guardé lo necesario y tiré la basura, para terminar sentado en el sofá de la entrada esperando a mis padres, ansioso por contarles todo.

Ya pasaron veintiséis años de eso. Mi padre murió por una enfermedad terminal pocos años después, dejando así a mi madre al cuidado de dos jóvenes adolescentes que no sabían qué hacer con sus vidas. En realidad, el único que no tenía idea era yo. Mi hermano, Tim, me dejó para irse a estudiar a la gran ciudad de Gunnhild.

Todo cambió en muchos años.

Ghael creció, convirtiéndose en algo casi tan grande y monstruoso como la ciudad a la que nos une un penoso puente. Tras años de estudios pude graduarme y me fui a estudiar a la misma universidad que mi hermano, permitiendo así que mi madre hiciera su tan soñado viaje a Europa, del cual regresó luego de quince años, cuando ya ambos nos habíamos recibido.

No entiendo mi vida. Me cuesta terminar de comprender cómo funciona el mundo, pero me gusta. Las cosas en la gran ciudad son complicadas. Ahora trabajo con la policía, aunque más que nada me gusta investigar aquellos casos en los que parecen haber pocas pistas y, para algunos, actos paranormales. Todo esto me permite alquilarme un departamento no demasiado grande, pero lo comparto con dos de mis mejores amigos: Laurence y Matthew Foster.

Es fácil llevar un violín cuando estoy con ellos, pero no es algo que me desagrade del todo. No suelo estar en casa la mayor parte del tiempo. Estamos ubicados bastante bien, casi en la zona del centro, por lo que me gusta, de vez en cuando, salir a caminar y recorrer, por decimoquinta vez, la ciudad que sé de memoria.

Hoy es uno de esos días en los que siento que algo raro sucede, y no solo conmigo sino con el mundo entero. Camino con tranquilidad por un gran parque, pero es tarde. Apenas quedan personas y, las pocas que no se van, están a punto de hacerlo. Las farolas iluminan el camino que voy dejando atrás, en dirección a la estatua que se encuentra justo en el centro de la gran plaza.

Mis pasos no eran del todo rápidos. Luego de los veinticinco años, mi cuerpo pareció exigir más de lo que esperaba que pidiera. Noto ciertas molestias en mi espalda de vez en cuando, pero nada que no termine solucionando. Lo único que llama mi atención es el hecho de que nunca antes me he encontrado aquí. Acabo de caminar tomando un camino diferente para no chocar con demasiadas personas, y he acabado en un nuevo lugar que estoy encantado de poder conocer.

Noto que las verjas rodean la estatua de un hombre montado sobre un caballo mientras se para sobre sus dos patas traseras. Este levanta algo que no alcanzo a ver desde donde me encuentro, por lo que comienzo a rodear la verja para poder entender de qué se trata. Esa zona está bastante iluminada, y no hay rastro de ninguna persona a mi alrededor.

Llego hasta un costado, y seguir rodeando el lugar no tiene sentido. Alzo la mirada, pero ni siquiera así logro entender qué es lo que el hombre está alzando hacia el cielo con tanta gloria.

—Es hermoso, ¿no crees?—oigo entonces que dice alguien, justo a mi lado.

Volteo un poco para finalmente caer en la cuenta de que estaba siendo acompañado por la misma persona que recordaba de aquella noche, cuando tenía catorce, en mi habitación. Es una muchacha de cabello no demasiado largo, tan menuda como antes, que lleva ropas holgadas y negras. Su expresión me llama la atención más que nada, porque estoy sorprendido, sin palabras. Ella observa con excesiva tranquilidad la estatua, tan inmóvil como si estuviese muerta.

—Su historia me maravilla—sigue diciendo la muchacha, que no debe tener más de veinte años—. Fue el hijo del fundador de Gunnhild. Atravesó cielos y tierras para llegar hasta su padre, quien lo abandonó para así salvarlo de la guerra que se libraba aquí, en estas tierras. Y, justo cuando llegó a quien tanto buscaba, tuvo que morir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.