La Inocencia de Amalia

Capítulo 2

El matrimonio fue sencillo.
Un salón pequeño, dos firmas, un par de testigos que apenas conocían, y las bendiciones de las monjas de Saint Clare que lloraban como si entregaran a su hija al mundo.

Amalia no necesitaba más.
Maximiliano estaba allí, tomándole la mano con fuerza, mirándola como si fuera su destino.
Eso bastaba.

O eso creyó.

El plan era simple: viajar a su país de origen —un lugar del que él hablaba poco, lejano, envuelto en misterio— y comenzar ahí su nueva vida.
Pero antes de volar, pasarían una última noche en el apartamento de él, en la ciudad.

Cuando la puerta se abrió, Amalia sintió que acababa de entrar en otro mundo.

Un mundo helado.

❄️ Cecile Crane

De pie en el umbral, como una estatua tallada en mármol frío, estaba Cecile Crane.

Cinco años mayor que Maximiliano.
Elegante.
Perfecta.
Con un rostro tan bello como afilado.
Ojos gélidos del mismo gris que los de su hermano, pero sin la chispa cálida que Amalia había aprendido a amar.

—Llegas tarde —dijo Cecile, sin saludarlo. Ni siquiera miró a Amalia.

—No esperaba que estuvieras aquí —respondió Maximiliano, la voz tensa por primera vez desde que ella lo conocía.

—No espero a nadie —replicó la mujer, entrando al apartamento como si fuera dueño de ella.

Amalia sintió que algo oscuro se escurría entre las paredes.
Algo que no podía nombrar.
Algo que no entendía.

Cecile finalmente la miró.
La evaluó.
De arriba abajo.
Despacio.
Como quien examina un objeto barato que no entiende por qué fue adquirido.

—Así que tú eres la esposa —dijo, sin rastro de emoción.

Amalia intentó sonreír.

—Mucho gusto. Soy Amalia.

Cecile no respondió.
Solo caminó hacia la sala y habló por encima del hombro:

—Max, tenemos que hablar.

Max.
Así lo llamó ella.
Con una familiaridad que dolió de forma inexplicable.

Maximiliano soltó la mano de Amalia.
No la miró.
Solo siguió a su hermana.

Esa primera punzada de frío en el pecho… Amalia no supo entonces que sería la primera de muchas.

🌫️ El hombre que cambió

Esa noche fue larga.

Amalia escuchó murmullos desde la sala.
Voces tensas, rápidas.
La de Cecile, cortante como hielo partido.
La de Maximiliano, baja, frustrada, como si se defendiera de algo.

Cuando al fin salió, ya no era el hombre que la había enamorado.

Tenía los hombros rígidos.
La mirada opaca.
La sonrisa perdida.

—Estás cansada —dijo, sin mirarla más de dos segundos—. Deberías descansar.

Amalia sintió un nudo en la garganta.

—¿Todo está bien?

—Sí —respondió él, demasiado rápido.

Y luego:
—No me esperes despierta.

No hubo beso.
Ni caricia.
Ni siquiera un roce de manos.

Amalia se quedó sola en el dormitorio, abrazando su propia ropa como si fuera un salvavidas.

El apartamento de Maximiliano era hermoso… pero tenía un aire extraño.
Cuadros demasiado fríos.
Mármoles brillantes.
Superficies impecables.
Todo ordenado… como si nadie viviera allí en realidad.

A medianoche, Amalia escuchó la puerta cerrarse con un golpe seco.
Maximiliano había salido.
Sin avisar.

Y ella no durmió.

🥀 Las primeras grietas

Los días siguientes fueron un torbellino extraño.

Cecile estaba siempre ahí.
Siempre.
Comentando.
Observando.
Corrigiendo.

Era posesiva.
Celosa.
Y cruel en esa forma silenciosa que solo tienen las personas que disfrutan destruir suavemente.

—No deberías usar ese vestido, resalta tu cojera —le dijo el segundo día.

—¿Qué hace una chica así casándose con un Crane? —el tercero.

—Max siempre ha tenido debilidad por las causas perdidas —el cuarto.

Cada palabra se metía como hielo bajo la piel.

Pero lo peor no era ella.
No.
Lo peor era Maximiliano.

Él cambió.
De golpe.
Sin explicaciones.

Ya no buscaba su mano.
Ya no sonreía.
Ya no la miraba como la mujer que había elegido.

La distancia crecía entre ellos como una pared invisible.

Amalia intentó acercarse.
Intentó hablar.
Intentó comprender.

—¿Hice algo mal? —preguntó una noche, con la voz temblorosa.

Él ni siquiera levantó la mirada del vaso que sostenía.

—Solo estoy… ocupado.

—¿Contigo mismo? —susurró ella, sintiendo una punzada de valentía.

Él apretó la mandíbula.
Sus ojos grises, antes cálidos, eran acero puro.

—Con todo.

Y se levantó, dejándola sola.

Amalia contuvo el llanto.
No quería mostrar debilidad.
No frente a Cecile.
No frente a él.

Pero dentro de su pecho, un miedo silencioso empezaba a tomar forma.

El hombre del que se enamoró había desaparecido.

Y en su lugar había un desconocido.

Uno que parecía arrepentirse de haberla elegido.




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