Un país lejano
El viaje fue largo.
Un océano entero separaba la vida que Amalia conocía de lo que la esperaba.
En el avión, Maximiliano no dijo mucho. Tenía los ojos perdidos en la ventana, como si buscara allá afuera una respuesta que no quería compartir.
Amalia, en cambio, estaba nerviosa y emocionada.
Todo era nuevo.
Ella era una recién casada.
Una mujer con un futuro que, aunque incierto, todavía imaginaba brillante.
Pero el país al que llegaron no la recibió con calidez.
Las calles eran hermosas, sí.
Arquitectónicas.
Antiguas.
Pero frías.
El idioma la golpeó como una ola desconocida. Las miradas de la gente, inquisitivas.
Y la mansión de los Crane…
Gigantesca.
Oscura.
Silenciosa.
Con un eco que hacía que cada paso pareciera un recordatorio de que ella no pertenecía allí.
Cecile estaba, por supuesto, esperándolos.
—Bienvenida al hogar —dijo, con una sonrisa que era todo menos bienvenida.
🌸 Una vida nueva dentro de una jaula de oro
Los primeros días, Amalia se dedicó a explorar la casa. Había más habitaciones de las que podía contar, largos pasillos cubiertos de cuadros de antepasados de mirada severa, y un jardín inmenso donde no se permitía pisar ciertas zonas “por tradición”.
Maximiliano salía temprano y regresaba tarde.
A veces no regresaba.
Y Amalia comenzaba a sentir que su matrimonio era una sombra de lo que fue.
La única chispa de luz en medio de esa soledad llegó dos meses después del viaje:
Estaba embarazada.
Cuando se lo dijo a Maximiliano, él la miró por primera vez en semanas con algo parecido a emoción.
La abrazó.
La levantó del suelo.
Le besó el cabello.
—Vamos a ser padres —murmuró contra su cuello.
Una lágrima cálida rodó por la mejilla de Amalia.
Ese momento, ese abrazo, esa risa breve… fueron un milagro.
🌼 Nueve meses de esperanza
El embarazo devolvió un poco de vida a la mansión.
Maximiliano la acompañaba a las citas médicas cuando podía.
Le llevaba flores, libros, frutas.
Había tardes en las que la recostaba sobre sus piernas y le hablaba del futuro, de cómo sería su hijo, de los planes que tenía para él.
Y Amalia, ingenua, enamorada, absorbía cada palabra con devoción.
Pero donde entraba luz…
Cecile se encargaba de cerrarla.
No dejaba que Amalia subiera escaleras, que comiera ciertos alimentos, que usara ropa sin su aprobación.
Le decía cómo debía dormir, cómo debía caminar, qué debía leer, qué debía evitar.
—Las madres Crane no improvisan —decía con su voz helada.
A veces, cuando Maximiliano estaba en casa, Cecile se volvía más dulce.
Pero en cuanto él salía… su crueldad florecía.
—No sabes nada de bebés. No te ilusiones —le dijo una vez mientras revisaba la despensa—. Las Crane criamos a los niños. Tú solo los das a luz.
Amalia tragó saliva, queriendo creer que era solo una forma torpe de hablar.
Pero en el fondo, un presagio inquietante crecía como la sombra de un árbol muerto.
👶 El nacimiento
El parto fue largo.
Doloroso.
Con médicos que hablaban un idioma que ella aún no dominaba bien.
Cuando por fin escuchó el llanto de su hijo, lloró de felicidad.
—Mi bebé… —susurró, extendiendo los brazos.
Cecile fue quien lo tomó primero.
No la enfermera.
No Maximiliano.
Cecile.
Y cuando por fin se lo entregaron, cuando Amalia lo sostuvo por primera vez, fue como si el universo se redujera al tamaño de ese pequeño cuerpo cálido.
—Quiero llamarlo… —empezó a decir.
—No. —La voz de Cecile cortó el aire.
—Los niños Crane llevan nombres Crane. Hay tradición.
Maximiliano no la contradijo.
Solo bajó la mirada.
Y Amalia sintió cómo una línea invisible, una que había estado tensa durante meses, finalmente se rompía.
🖤 La crisis
Los días siguientes fueron un infierno suave.
Pequeño, constante.
Asfixiante.
Todo lo decidía Cecile:
La ropa.
La cuna.
Las horas de sueño.
La posición al amamantar.
La temperatura del agua del baño.
Si el bebé lloraba, se lo arrebataba de los brazos.
Si dormía, se lo llevaba “para que no se malacostumbrara”.
Si Amalia intentaba opinar, era ignorada.
Una mañana, Amalia despertó llorando sin saber en qué momento había comenzado a hacerlo.
Sentía que la estaban borrando.
Que la arrancaban de su propia maternidad.
Que su vida se deshilachaba entre los dedos.
Incluso Maximiliano parecía diferente.
Más rígido.
Más frío.
Más pendiente de complacer a su hermana que de escucharla a ella.
Amalia caminaba por la mansión como un fantasma.
—Me estoy enloqueciendo —murmuró un día frente al espejo, con el bebé dormido en sus brazos—. Me estoy… perdiendo.
Y por primera vez desde que llegó al país lejano… tuvo miedo.
No del futuro.
Sino del presente.
De lo que estaban haciendo con ella.
De lo que podían hacerle después.
Y de lo que podría llegar a hacer…
si alguien intentaba arrancarle a su hijo.
#4504 en Novela romántica
#1359 en Chick lit
#1580 en Otros
#285 en Relatos cortos
Editado: 01.12.2025