La Inocencia de Amalia

Capítulo 4

La caída

Amalia no recordaba haber llorado tanto en su vida.
Los días en la mansión Crane se volvieron insoportables. Cecile controlaba cada respiro, cada decisión, cada movimiento. Maximiliano ya no era su esposo… era una sombra obediente de su hermana.

Una noche, incapaz de contenerlo más, Amalia se derrumbó.
En el suelo de su dormitorio, con el bebé dormido en su moisés, se abrazó las piernas y sollozó en silencio, intentando que su hijo no la escuchara.

Algo en ella se quebró.
Una parte profunda, frágil, que había resistido desde que tenía memoria.

Maximiliano la encontró así.

—Amalia… —dijo, sorprendido, aunque su tono tenía más cansancio que ternura.

Ella levantó el rostro húmedo, destruido.

—No puedo más —susurró—. No puedo… vivir así. Ella me quita todo. Todo, Max… hasta a nuestro hijo.

Maximiliano apretó la mandíbula, como si las palabras le dolieran… o como si lo incomodaran.

Y entonces habló:

—Nos iremos —dijo—. Solo tú, yo y el bebé. Lejos. Muy lejos.
Un lugar donde Cecile no pueda alcanzarnos.

Amalia lo miró, incrédula.

—¿De verdad?

Él asintió.
Por primera vez en meses parecía… humano.

—Confía en mí —susurró, tomando su rostro entre las manos—. Solo un viaje. Un respiro. Lo necesitamos.

Amalia quiso creerle.
Quiso aferrarse a esa chispa de esperanza.
Quiso volver a ser la mujer que confiaba en él.

Y así, sin pensarlo demasiado, aceptó.

✈️ El viaje

No le dijeron adónde iban.
Maximiliano solo dijo:
—Es mejor que no lo sepas. Por seguridad.

Ella no discutió.
Se aferró a su bebé durante todo el trayecto, cerrando los ojos mientras el avión atravesaba nubes grises.
Maximiliano se mantuvo a su lado, silencioso, tenso… como si ocultara algo.

Al llegar al destino se hospedaron en un apartamento pequeño, discreto. Sin lujos.
Pero por primera vez, sin Cecile.

Los primeros días fueron… paz.
Una paz tan inusual que Amalia apenas podía creerla.
Maximiliano estaba atento, amable.
El bebé dormía tranquilo.
Ella volvió a sonreír.

Quiso pensar que la pesadilla había terminado.
Quiso creer que al fin serían una familia.

Hasta que todo cambió.

🌫️ El humo

La última noche que recordaba, Amalia despertó a medianoche.

Olía…
A quemado.

—¿Max? —susurró, aún medio dormida.

El ambiente era denso.
Pesado.
Negro.

Humo.

Un humo espeso que entraba por debajo de la puerta.

Instintivamente, buscó la cuna.

—¡Mi bebé! —gritó, tosiendo, intentando abrir la puerta.

Pero el mundo empezó a girar.
Todo se volvió borroso.
La garganta le ardía, los ojos le lloraban, las piernas no le respondían.

Intentó gritar otra vez, pero el aire se le escapó.
Y entonces…
Oscuridad.

⛓️ El hospital

Despertó con un dolor punzante en la cabeza y un sabor metálico en la boca.
Las luces la cegaron.
Tosía humo.
Tenía los labios resecos y la piel fría.

Y estaba…
encadenada
a una camilla.

—¿Q-qué…? —balbuceó.

Un hombre con uniforme blanco se acercó.

—Señora, por favor cálmese —dijo en un idioma que apenas comprendía.

Amalia intentó incorporarse, desesperada. Las cadenas tintinearon, crueles.

—¿Mi bebé? —preguntó—. ¿Mi esposo? ¿Dónde están? ¿Dónde están?

El hombre evitó su mirada.

Dos policías entraron en la habitación.
Uno de ellos habló con brusquedad:

—Prisionera 8462. Queda bajo custodia. Usted incendió el apartamento. Su hijo y su esposo… murieron en el incendio.

El mundo se detuvo.

—No… —Amalia negó con la cabeza, lágrimas quemándole la piel—. No, no, no. Yo no… ¡yo no hice nada! ¡Yo los busqué! ¡El fuego… yo…!

Pero sus palabras no importaron.

Los policías no las entendían.
O no querían entenderlas.

—Tiene cargos por homicidio —dijo el otro, sin emoción—. Y por negligencia criminal. Será juzgada mañana.

Amalia gritó.
Lloró.
Se golpeó contra las cadenas hasta romperse la piel.

—¡Yo no los maté! ¡Yo no…! ¡Mi bebé… mi bebé…!

Pero nadie la escuchó.
Nadie.

Era extranjera.
Sin papeles.
Sin idioma.
Sin familia.
Sin esposo.
Sin hijo.

Era una desconocida.

Y así la trataron.

⚖️ El juicio

El juicio duró menos de una hora.

Amalia, desorientada, apenas entendía lo que decían.
No le dieron abogado.
No le permitieron explicar.
Las fotos del incendio mostraban un infierno.
La acusación decía que había sido intencional.

El juez la observó como si ya hubiera decidido su destino antes de verla.

—Culpable —sentenció—. Condenada a cadena perpetua.

El golpe del mazo fue un trueno.

Amalia sintió que la vida se le desprendía del cuerpo.
Como si la hubiera abandonado un alma que ya no podía sostenerse dentro de ella.

La arrastraron fuera de la sala.
La gente la miraba con repulsión.
Una asesina.
Una madre monstruosa.
Una extranjera indeseada.

Pero nadie sabía la verdad. Ni siquiera ella sabía qué había ocurrido aquella noche.

Solo sabía una cosa: La habían encerrado para siempre.

Y en su corazón, un dolor insoportable le decía que la pesadilla apenas estaba comenzando.




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