La Inocencia de Amalia

Capítulo 8

— Acero

El día que André Dubois regresó a la mansión, la casa entera cambió de temperatura.

Se sentía.
En el aire.
En los pasos del personal.
En la forma en que las puertas se cerraban más despacio, como temiendo hacer ruido.

Amalia estaba en la cocina, preparando uno de los postres preferidos de Abigail —una gelatina de colores en forma de castillo— cuando escuchó voces elevadas en el vestíbulo. Reconoció la de Clara… y la otra, profunda, dura, como un cuchillo afilado.

Se asomó sin querer.

Y lo vio.

André Dubois.
El fiscal implacable del que tanto hablaban.
Alto, elegante incluso después de un viaje, con un traje oscuro que parecía parte de su piel. Su cabello castaño estaba ligeramente despeinado, como si hubiera pasado la mano por él mil veces en el auto.
Pero lo más impactante eran sus ojos: fríos, precisos, casi metálicos.

Miraba a Clara con una furia contenida.

—¿Quieres explicarme —dijo con voz baja, peligrosa— por qué hay una exconvicta de homicidio cuidando a mi hija?

El mundo de Amalia se detuvo.

Clara dio un paso al frente.

—André, no hables así de ella. No conoces la historia completa y…

—Conozco lo suficiente —la interrumpió él—. Leí el expediente. Lo revisé dos veces. Una mujer que incendió un departamento con su bebé y su esposo dentro… ¿y tú la traes aquí? ¿A esta casa? ¿Cerca de Abigail?

Las palabras le cayeron encima a Amalia como piedras.

Clara intentó rebatir.

—El caso era un desastre. Había pruebas manipuladas, negligencia. Ella es inocente.

Pero André no la estaba escuchando.
Su mirada había encontrado a Amalia en el umbral.

Y la juzgó en un segundo.

Ella sintió que el corazón le daba un vuelco, como si quisiera esconderse detrás de sus costillas.

André avanzó hacia ella con pasos firmes.
Cerca, su presencia era abrumadora. Olía a lluvia, a calle mojada y a tensión pura.

—¿Qué demonios hace usted en esta casa? —preguntó con voz contenida, como si se esforzara en no gritar.

Amalia abrió la boca pero no salió sonido alguno.

Clara intervino:

—¡André, basta! Ella ha sido maravillosa con Abigail. La niña come, ríe, duerme bien por primera vez en meses.

Pero Amalia levantó una mano temblorosa.

—No… me defiendas.

Clara frunció el ceño.

Amalia tragó saliva, sintiendo cómo las lágrimas querían escapar.

—Tu hermano tiene razón —dijo con voz apenas firme—. Ni yo misma… ni yo misma me confiaría a mi propio hijo.

André se quedó quieto.
La rabia seguía allí, pero debajo… algo se movió en su mirada. Sorpresa, quizá. O desconcierto.

Ella respiró hondo.

—Lo siento mucho, señor Dubois. Lamento haber causado problemas. Y… —su voz se quebró— lamento tener que alejarme de Abigail.

Ese fue el golpe.
No lo que él había dicho.
Sino lo que esa decisión le arrancaba.

Amalia hizo una torpe reverencia, un gesto casi instintivo aprendido de la humildad del orfanato, y retrocedió sin mirarlos más.

Cuando llegó a la puerta lateral de la mansión, las lágrimas ya corrían silenciosamente por su rostro.

No lloraba por ella.
No lloraba por lo que le habían dicho.
No lloraba por el pasado que aún le mordía los talones.

Lloraba por la pequeña.

Por la risa suave de Abigail.
Por sus manitas tibias.
Por su confianza frágil.
Por ese lazo que en tan poco tiempo se había vuelto real.

Y al cruzar la reja de la mansión Dubois, Amalia sintió como si la arrancaran de un hogar que apenas estaba empezando a conocer.

Un hogar que, por primera vez en años… había empezado a sanar algo dentro de ella.




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