La Inocencia de Amalia

Capítulo 10

— Reglas

Clara no lo logró en un día.
Ni en dos.
Ni en una semana.

La discusión entre ella y André se extendió como una guerra silenciosa a puertas cerradas, con argumentos afilados y miradas que podían quebrar cristales. Él, terco como una roca; ella, incansable como una marea. Pero Abigail… Abigail era la grieta por donde se filtraba la verdad.

La niña dejó de comer otra vez.
Dejó de jugar.
Lloraba por las noches.
Pedía a Amalia con un hilo de voz que desgarraba incluso al fiscal más duro.

Y André Dubois —el hombre que parecía hecho de acero y deber— tuvo que ceder.

La mañana del regreso, Amalia llegó temblando.
No por miedo, sino por el peso de la decisión. La mansión se alzaba imponente frente a ella, más fría que antes, más grande, más… ajena.

Cuando cruzó la puerta principal, no fue Clara quien la recibió.

Fue él.

André estaba allí, de pie en el vestíbulo, con el traje impecable y la expresión tallada en piedra. Parecía un juez a punto de dictar sentencia.

El silencio era tan denso que Amalia sintió cómo se le apretaba el pecho.

—Señorita Amalia —comenzó André con voz grave—, entiendo que Abigail… la aprecia.

Esa palabra era, para él, una concesión titánica.

—Pero si va a permanecer en esta casa, habrá reglas. Claras. Inquebrantables.

Amalia bajó la cabeza en señal de respeto.
No importaba lo que dijera. Había vuelto. Podría ver a la pequeña. Eso era suficiente.

—Primero —continuó él—, nunca estará a solas con mi hija.
Nunca.

Le dolió.
Picó como sal en una herida sin cerrar. Pero no tembló.

—Segundo: todas las interacciones deberán ser supervisadas por personal de confianza. No habrá excepciones.

Asintió de nuevo.

—Tercero: no participará en su rutina nocturna. Ni cuentos, ni comidas, ni juegos antes de dormir. Eso se queda dentro del ámbito familiar.

Esa sí fue una puñalada.
La rutina nocturna era su favorita con los niños del orfanato… y con Abigail. Pero incluso esa espina la tragó.

André avanzó un paso más, y su sombra cayó sobre ella.

—Cuarto —su mirada gris era imposible de leer— cualquier conducta que considere inapropiada, cualquier señal de inestabilidad… y se marchará inmediatamente. Para siempre.

Amalia sintió cómo la humillación le quemaba el rostro.
Más que reglas, parecían cadenas nuevas.
Un recordatorio brutal de quién creían que era.

Y aun así…

—Acepto.
Su voz fue suave, pero firme. La firmeza de quienes han sobrevivido a cosas peores.

André frunció el ceño, no esperando tanta docilidad.

—¿No va a objetar nada?

—No tengo derecho —respondió con honestidad desarmante—. Usted está protegiendo a su hija. Si yo fuera usted… haría lo mismo.

Hubo un destello en los ojos de André. Un parpadeo. Nada más. Pero Clara, que aparecía en ese momento por las escaleras, lo notó.

—Bien —dijo él finalmente—. Puede comenzar hoy. Abigail está en la sala de juegos.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se alejó por el pasillo, su andar impecable, su presencia aún poderosa.

Clara descendió los últimos escalones y se acercó rápido a Amalia.

—Lo siento —murmuró—. Mi hermano es… complejo. Pero te prometo que va a cambiar. Él solo…

Amalia negó suavemente.

—No importa. Estoy aquí. Eso es todo lo que quiero.

Y sin más, respiró hondo, se limpió discretamente la humedad de los ojos, y avanzó hacia la sala de juegos.

Porque las reglas podían ser duras.
El trato podía ser frío.
El pasado podía pesar como un grillete.

Pero ver a Abigail correr hacia ella, con los brazos extendidos y la sonrisa más brillante del mundo…

Eso lo valía absolutamente todo.




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