La insidia de psique

I

VISIÓN PRIMERA:
Me encuentro a gatas sobre una pequeña placa de hielo que se derrite rápidamente. Enseguida caigo al agua y, debido a la incapacidad de nadar por mis propios medios, me ahogo.
 

El crudo asfalto llano está mojado. Corriendo de un lado a otro de la calle mis pies lanzan gotas de lluvia que abrazan mis pantalones. El silencio llena la atmósfera de vacío en la que se sumerge mi barrio oscuro. Llego al portal sin mi beso de despedida y llamo al timbre para recibir uno de bienvenida de parte de mi madre. Las escaleras se suben de dos en dos pasos, como siempre, procurando guardar el equilibrio. Ahí está mi puerta de madera. Al fondo de un pasillo negro. Se abre. La luz entorpece a mis ojos.
- ¡Melea! - Mi madre me llama con una sonrisa de oreja a oreja, la sonrisa más bonita creada en este mundo, mi medicina sin receta en los días nublados.
Me acerco a paso lento y me hundo en su pecho blando abrazando su tronco y dejando resbalar mis manos por su espalda molida. Ella no dice nada. ¿De qué sirve pronunciar palabra si con un solo abrazo basta para saber la respuesta? Días de ampollas en el corazón y mariposas desgarrándome el estómago eran aquellos: primera cita con el psicólogo. Yo, que apenas acababa de cumplir los diecisiete tacos, me moría rellena de un veneno desconocido. Sumémosle a esto mis problemas con Cupido. No obstante, sigo sin arrepentimientos: mejor sufrir la hemorragia que deja la flecha, que padecer la ausencia solitaria de esta misma.

Entro en casa a paso lento y tiro la mochila contra el armario de los zapatos. Mi padre, que me observa con las manos en los bolsillos, mueve la cabeza de un lado a otro.
- ¿Dejarás algún día de ser tan bruta? - Me regaña su voz gruesa, no tiene un espíritu rebelde como el mío. - Hay costillas de cena. - Y se retira.
En el pasillo hay óleos de bodegones aburridos, la pared es de un color terroso claro y el suelo es un parqué infinito. Todos los pisos de mi edificio son iguales, como gemelos multiplicados por doce, o por trece, o por quién sabe cuántos... Los timbres tienen el mismo tono y producen igual eco. Para colmo, los residentes son tan serios y sus vidas tan lineales como son los y las de los otros. Parece mentira en qué sociedad de cuadrados nos hemos convertido. Ciudad fúnebre es la mía, con sus almas habitantes de luto por un espíritu luchador que yace bajo tierra resentido. La rabia me inunda cuando pienso en esto mientras observo pasar los cuerpos sin ánima de los hombres grises desde mi balcón alto. Y suspiro. Ya he cenado y tengo quince minutos de silencio antes de que mi padre ponga los comentarios del partido de la Liga de Campeones a todo volumen y mi madre haga vibrar la lavadora entusiasmadamente. Unos privilegiados quince minutos de reflexión y desasosiego que invierto en ahogarme en un terrible mar de juicio.
- No pienses tanto. - Dice mi padre apoyándose en los barrotes. - Tú sola no vas a arreglar este mundo.
- Exactamente por eso no voy a arreglarlo, porque es lo mismo que les dicen a todos. - Me lamento soltando una carcajada de decepción.
- A ti te lo digo distintamente. - Frunzo el ceño, confundida. - Te lo digo con aprecio, Melea. - Continua. - El mundo ya da unas trescientas sesenta y cinco vueltas al año, como para que tú le des unas cien vueltas más. - El ambiente queda mudo. Ni yo contesto a sus plegarias ni él retuerce más el asunto. ¿Para qué? Suficiente con eso, porque razón tiene.

Mi despertador suena. La mañana siguiente me abraza colándose por la ventana. Ni me acuerdo de lo que he soñado hoy. Supongo que alguna otra pesadilla sin sentido. Me siento al borde de la cama y me estiro como un galgo perezoso tras haber hecho su máximo esfuerzo persiguiendo una cría de liebre.
- Buenos días. - Mi padre asoma la cabeza. Se ha afeitado y tiene un tierno rostro limpio. - Date prisa, que yo no pienso llevarte. - Ahora parece un ogro. Sesaparece. Yo asiento, aunque soy consciente de que no me ve.
Sin desayuno y con pelos de bruja salgo de casa. Cierro la puerta y enciendo la luz del tenebroso pasillo vecinal. Inicio mi trayecto, primero rumbo al ascensor, en donde coincido con un chico alto y rubio. Se trata del extranjero que vive en frente de nosotros. Juraría que, por las pintas, es inglés: el pelo rubio y los ojos azules... "Guiri" en su máximo exponente. El chaval empuja un libro gordo y viejo contra su pecho con una mano y, con la otra, cuelga una mochila negra en su hombro. Abandono el ascensor sin decir nada y me acerco a la parada del autobús que hay a unos pasos del portal. Allí, mi amiga Martina me espera.
- Hola, tía. - Me saluda con una sonrisa. Asiento. - ¿Cómo vas con tu padre?
- Igual de borderas que siempre. - Respondo apoyándome en una farola.
- Deberías contarle cómo te sientes... En plan, decirle que te jode y tal. - Me recomienda ella acomodando un mechón de su negra melena detrás de la oreja.
- Déjalo. - Digo subiendo al autobús número doce, que acaba de llegar. El conductor, Benín, está con el mismo humor de siempre: entre la ironía desenfadada, la sonrisa de campechano y la mirada desafiante.
- Hola, chicas. - Levanta su mano mientras nosotras tomamos asiento en la parte de adelante, que está casi vacía. - ¿Ganas de ir al instituto?
- Poco nos conoces si dices eso, Benín. - Contesta mi amiga. - Hoy date más brío, Benín, que mi profesora de cálculo está hasta las narices de ti. - El conductor se ríe y cambia de marcha. - Una falta más a su clase y dice que te pincha las ruedas. - Concluye Martina antes de hacer una llamada. - Papá... Sí... Oye que se me ha olvidado... Vale... Luego... - Suspira y corta la llamada para luego guardar el móvil en la mochila. - Hablamos.
Lanzo una mirada de "¿está todo bien?" a mi amiga, que aprieta los labios dando sentencia. La relación de Martina con su padre se complicó cuando sus padres se divorciaron. Él nunca fue de estar muy presente en la vida de su hija y, ahora, todavía menos.
Giro mi cabeza hacia la ventanilla y observo cómo pasan las cosas dejando un rastro de esencia o, más bien dicho, cómo pasamos nosotros emborronando las figuras. Todas las mañanas tomamos el mismo bus, a la misma hora, juntas. El paisaje del viaje es idéntico al de ayer: aceras repletas de trabajadores mustios, arbolillos mal-cuidados en medio de la acera, niños risueños de la mano de sus abuelos camino de la escuela... Todo es una masa, una espeluznante masa que se mueve en operación conjunta. Mi padre diría, en un intento de metáfora, que esa masa no es masa, sino rebaño. Él expondría: son ovejas blancas, pero sucias, que se mueven por inercia grupal. Si una come cebada, las otras lo harán. Si una da dos pasos a la derecha, las otras lo harán. Pero, ojo, si una se sale de la cañada y desplaza su ruta por un rumbo diferente, ninguna seguirá el ejemplo. Miedo, presión del clan e incertidumbre nerviosa.
Martina me da un golpe en el hombro y baja por las escaleras despidiéndose de Benín. Hemos llegado y yo, sumergida en mi mundo de sueños, no me he dado ni cuenta.



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En el texto hay: asesinato, locura, drama

Editado: 04.06.2021

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