Riazán, diciembre de 1237.
El gran príncipe Yuri Ingvarovich estaba sentado en la sala del trono. Sus dedos golpeaban el reposabrazos tallado, un gesto nervioso que ni siquiera él notaba. Frente a él, como sombras, se alzaban cinco forasteros.
Los emisarios de Batú.
Ojos negros, sonrisas arrogantes, como si ya vieran a Riazán envuelta en llamas. Uno de ellos, un mongol alto con un manto rojo, dio un paso adelante. Su voz sonó tranquila, casi cortés:
—El gran kan Batú, nieto de Gengis Kan, os ordena someteros. Cada ciudad que nos entregue oro, caballos y a sus hijas vivirá. Cada ciudad que se niegue será borrada de la faz de la tierra.
El joven príncipe Fiódor, hijo de Yuri, apretó los puños. Era joven, impetuoso. Sin esperar la respuesta de su padre, avanzó y escupió en la cara del emisario.
—¿Someternos? ¡Rusia no es esclava! Regresad con vuestro kan y decidle: ¡solo recibirá hierro!
El emisario se limpió el rostro. La sonrisa no desapareció. Inclinó la cabeza y pronunció una sola palabra:
—Muerte.
A la mañana siguiente, los tártaros desaparecieron en el horizonte. Tres días después, los primeros jinetes de Batú llegaron a la ciudad.