A la gente le asustaban mis ojos negros, por eso creí que ellos eran la razón por la cual el dependiente de la tienda de antigüedades se me había quedado viendo raro, pero resultó que se trataba de otra cosa.
Llevaba todo el día dando vueltas por Bellas Artes, la zona de la ciudad dónde se podían encontrar antigüedades, curiosidades y por supuesto, talleres de distintos tipos de artista. Me encontraba buscando una mesita pequeña para adornar la Ondina, el estudio de tatuajes sobre el cuál vivía. Yo no tatuaba, pero a veces pintarrajaba algunas ideas y me encargaba de mantener el lugar limpio además de llevar la agenda de Jax e Iria, quienes a cambio me dejaban vivir en la habitación que les sobraba en el segundo piso. Era un excelente trato considerando que cuando había llegado a la ciudad no conocía a nadie y que ambas se habían arriesgado conmigo, metiendo a un extraño en su casa sin tener ningún tipo de referencia sobre mi comportamiento.
Aunque no era parte del trato, las mujeres a menudo me compartían de su comida e incluso me invitaban a algunos de sus paseos al campo, donde nos reuníamos con sus amigos artistas y hacíamos cosas alrededor del lago. Debido a su amabilidad, quería regalarles algo genial y creía que una mesita redecorada para su nuevo teléfono de línea sería el regalo perfecto. Además de que era lo único que podía pagar.
Vi la tienda a lo lejos. Estaba casi al final de la zona de Bellas Artes, en una de las calles más pequeñas que estaba recorriendo a propósito para evitar el sobre precio. Su escaparate no era nada del otro mundo, de hecho, no se veía ni un cuarto de lo interesante que los demás, así que entré. En el mostrador no había nadie y en la radio sonaba una canción pasada de moda a bajo volumen, saludé un par de veces pero nadie salió, así que me permití esquivar los cachivaches regados por todos lados y me hice camino hasta la parte donde estaban los muebles. Canturreé la melodía mientras examinaba lo que tenían disponible y para mi alivio, encontré la mesita perfecta a los pocos minutos de mirar.
Era redonda, alta y de superficie pequeña. Le faltaban dos topes de las patas, pero por lo demás estaba en buen estado. El precio no era escandaloso y, aunque tendría que ahorrar en otros ámbitos, la Ondina -y especialmente Jax e Iria- lo merecían totalmente.
—¿Hola? —volví a llamar, y al darme cuenta de que mi voz había sonado muy aguda, lo intenté otra vez—. ¿Hola?
—Ya te oí —dijo el hombre tras el mostrador. Tenía el cabello blanco oculto bajo un pañuelo y un par de anteojos con el cristal rosado sobre la nariz puntiaguda. Sus ojos eran tan negros como los míos, al esclerótica seguía siendo blanca, pero no se distinguía el iris de la pupila.
—¿Cómo-? —comencé a decir, porque no lo había visto venir y podía decir con casi toda seguridad que no había estado allí antes.
—¿Sólo eso? —preguntó, desinteresado.
—Sí —dije esquivándole la mirada. No me gustaba que me vieran a los ojos, ni siquiera si la otra persona los tenía tan extraños como yo.
—Le pasaré un paño —anunció antes de desaparecer en la trastienda. Quise decirle que no era necesario, pero no me dio tiempo.
—¿No piensas traerla? —preguntó desde la otra habitación.
A veces se me olvidaba que ya no me veía como una chica y que, por tanto, la supuesta amabilidad que los hombres le mostraban a las mujeres ya no aplicaba para mí.
—Voy —grité y mi rostro se arrugó enseguida. Muy agudo otra vez.
La llevé hacia adentro no sin cierta dificultad, pues la mesa superaba en altura a la mitad de mi cuerpo y apenas había espacio para maniobrar. Se la dejé junto a su mesa de trabajo y el hombre me hizo un gesto para que esperara mientras le pasaba el abrillantador. Pretendía estar ocupado, pero de cuando en cuando levantaba la mirada y me echaba una buena ojeada sin disimular. Incómodo, me puse a curiosear la ropa que tenía relegada en un perchero: la mayoría necesitaba arreglos, pero tenían buenas telas y diseños.
—¿Están a la venta? —pregunté al dar con una chaqueta a cuadros preciosísima.
—Sí te interesan, sí —respondió dándome la espalda—. Necesitan arreglos, eso sí.
Tomé la chaqueta para verla mejor, pero al probármela me di cuenta de que no me cerraba. Había ganado peso con la testosterona e incluso antes de eso nunca había sido muy delgado, pero todavía insistía en probarme cosas que eran evidentemente muy pequeñas para mí. Desanimado, estaba poniéndola de vuelta en su lugar cuando me topé con el abrigo más extraño que había visto en la vida. Era de un color rojo oscuro, muy oscuro, y sobre las solapas tenía cosidos varios botones de diferentes colores y tamaños. En el dobladillo de las mangas y en la parte baja tenía aún más, haciendo que tuviera una apariencia vibrante.
Lo saqué del gancho y su peso me resultó reconfortante; era un buen abrigo, grueso y hecho para soportar un invierno helado como el que se avecinaba y para el cuál no estaba preparado. No se veía tan pequeño como la chaqueta, aunque quizás no lo suficientemente grande. Aguantando la respiración, me lo probé y me entró como un guante. No bajaba más allá de mis pantorrillas, los hombros se ajustaban perfectamente y las mangas terminaban a la altura precisa. Cuando hice el intento de cerrarlo, lo hizo sin ningún problema. Se sentía como una segunda piel; una grande, protectora y segura.