La Invitación

Dos [Cato]

La piedra circular que guardaba tras la pared iluminó la construcción desde adentro. Lo hizo por apenas unos segundos y luego se apagó sin dejar rastro, pero fue suficiente para que la viera, suficiente para que introdujera la mano entre el barro pintado de verde y sacara la cajita de cristal que la contenía. Allí estaba, quieta y callada como si no hubiese chillado hacía un momento. Inocente, como si no hubiera estado escondida por lo que implicaba, como si tuviera derecho a estar de este lado del espejo.

Corrí las cortinas de mi habitación aunque sabía que a esa hora no habría nadie rondando la colina y me senté sobre la hamaca antes de sacarla de su prisión. Estaba caliente y vibraba todavía, quienquiera que hubiera encontrado a su gemela, la había soltado hacia tan sólo unos segundos. Me la puse sobre el ojo y la visión que me recibió fue la de una habitación indudablemente humana desde el suelo. Estaba desordenada, pero lo común para una criatura de su especie; podía ver varios posters sobre una pared de un verde demasiado familiar y objetos olvidados bajo la cama. Alguien apareció en la puerta como una estampida, gritando una palabra incomprensible y me obligué a guardar el lente: no podía arriesgarme a que nadie notara mi presencia. Lo que estaba haciendo ya era lo suficientemente arriesgado.

Afuera, el sonido de las bolsas llenas de víveres siendo depositados sobre la mesa anunció que mi prima había llegado. Guardé la piedra en su caja y volví a esconderla tras la pared, asegurándome de que mi hamaca cubriera el lugar donde el material había sido removido; la magia dejaba restos visibles, y una mancha en medio de la muralla de seguro llamaría su atención. Delia y yo nos llevábamos de maravilla, pero eso no quitaba el hecho de que le gustaba saberlo todo y que tenía la costumbre de meter la nariz donde no la llamaban, así que ninguna precaución era demasiada.

—¡Cato! —me llamó animada como siempre—. ¡Ya llegué!

Tuve que negar con la cabeza, como si fuera posible que no la hubiese oído. No era precisamente silenciosa y siempre estaba tarareando alguna melodía. Era la profesora de música de los niños elfos, aunque a veces también acudían a sus lecciones las hadas minúsculas, las ninfas y uno que otro cíclope más grande que ella pero que todavía mantenía la ingenuidad de la infancia plasmada en toda la cara. Podría haberse dedicado a dar conciertos o a dirigir la orquesta, incluso se lo pedían seguido, pero para ella ser maestra lo era todo.

—Voy —dije sin subir demasiado la voz. No era necesario, la mayoría de nosotros tenía muy buen oído, otro de los aspectos que Delia decidía ignorar cada vez que subía la voz.

La mesa de la cocina estaba repleta de frascos de mermelada. La gran mayoría era de un color celeste cremoso, hechas de las bayas favoritas de mi prima, aunque también había algunos dorados, rosas, morados y un par de color negro brillante hechos de las manzanas que sólo florecían en los árboles de las ninfas. Mis preferidas, y las más difíciles de conseguir.

—¿Y esto? —le pregunté señalando los frascos—. ¿Vamos a vivir a base de mermelada todo el mes?

—Tan simpático —respondió sin prestarme atención—. Sabes perfectamente que el aniversario del Bosque está a la vuelta de la esquina.

De saberlo, lo sabía. Era una de las razones por las que me había emocionado tanto al ver que la piedra había sido encontrada; las fechas especiales eran propicias para abrir portales, para moverse entre mundos y para desdibujar las líneas de la magia, aunque no era precisamente eso lo que entusiasmaba a Delia.

—Aparté un par de mermeladas para ti —dijo indicando los frascos negros—. Para que después no te quejes de que le doy toda mi atención a mis estudiantes.

—No podría importarme menos en quien pongas tu atención —le aseguré, pero me pilló sonriéndole. Siempre miraba en el momento exacto en el que las comisuras de mis labios se estiraban; por más que lo intentaba, no era capaz de mantener mi personalidad sárcastica cerca de ella.

No dijo nada por un rato, pero podía sentir su curiosidad electrificando el ambiente. Me conocía demasiado bien después de tantos años compartiendo un hogar y el descubrimiento de aquel día era tan grande que incluso a mí me estaba costando trabajo ocultarlo. Sin embargo, no cedí cuando me planteó sus dudas: el asunto de la piedra en el abrigo no era algo que pudiera permitirme compartir.

—¿En qué andas metido, Cato?

—Cuándo he estado metido yo en algo —me defendí. Yo nunca me metía en nada.

—Siempre hay una primera vez —me tentó—. Algo estás escondiendo.

—Estoy enamorado —le solté, como por decir algo. Pero no me creyó, simplemente soltó un bufido y siguió ordenando sus provisiones.

—Lo descubriré —amenazó al rato.

—Buena suerte con eso —sonreí yo, pero me tomé sus palabras muy en serio.

Dalia me mantuvo ocupado gran parte de la tarde y aunque lo único que quería era volver a revisar si la piedra tenía novedades, lo mejor era que no lo hiciera con ella en casa, así que al menos agradecí la distracción. Sin embargo, eso no reducía a cero las chances de ser descubierto: mi prima no sólo era una talentosa música, sino que también tenía el codiciado don de comunicarse con las plantas. Fuera de mi ventana había muchas de ellas y todas eran sus amigas, amigas muy fanáticas del chisme, pues no tenían nada más que hacer en su día a día que la fotosíntesis y escuchar conversaciones ajenas. A mí, por otro lado, no me tenían un sólo gramo de lealtad: les parecía aburrido y les daba malas vibras, como a la mayoría de los habitantes del bosque, pero yo no les prestaba atención ni a las plantas ni a los demás. Qué iban a saber ellos, lo importante era lo que sabía yo.



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En el texto hay: fantasia, lgbt, romance lgbt

Editado: 25.05.2023

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