La Invitación

Tres [Rory]

Pasé de no haberme desmayado nunca, a hacerlo dos veces en una tarde.

Mucho me había costado que Jax e Iria me dejaran subir al tejado a mirar la tormenta luego de que me habían encontrado tirado en el suelo de mi habitación, pero cuando dieron conmigo inconsciente por segunda vez con la camiseta llena de sangre supe que mis días de libertad habían terminado. No eran mis madres, y sangraba de nariz a menudo sin razón, pero ninguno de esos argumentos me liberaría de sus cuidados por un tiempo. Lo que no habría estado mal del todo, excepto porque estaba empeñado en encontrar un empleo a tiempo completo y sería difícil si quiera buscar uno si apenas podía salir de la casa.

Estaba tentado a escaparme, me sentía inquieto, incluso más de lo normal —que ya era bastante— y me estaba costando mucho distraerme incluso con la transformación de la mesilla para el teléfono, pero no quería traicionar así la confianza de ambas mujeres, que jamás me habían pedido nada y que parecían estar especialmente afectadas por lo que me había ocurrido hacía un par de días. Mi lealtad habría sido suficiente para mantenerme dentro de la casa, pero debo admitir que no se trataba únicamente de eso; había algo fuera de la casa que me provocaba no querer salir, ni siquiera subir al tejado.

Estaba seguro de haber visto al chico de mi sueño por la ventana un par de veces, lo cuál era imposible porque mi habitación estaba en un tercer piso y daba a una gran muralla de cemento que me tapaba cualquier vista, la peor parte era que cada vez que lo vislumbraba la visión duraba apenas un segundo y luego él desaparecía entre la pared gris como si esta se lo tragara. La piedra redonda, que ahora llevaba como un collar, no dejaba de vibrar cada vez que esto ocurría pero me resistía a ponerla otra vez sobre mi ojo: todavía me ardía la piel alrededor del párpado y no quería que me volviera a tocar. Se me ocurría que podía tener una de esas drogas de contacto de las que tanto hablaban en la televisión y que se suponía abundaban por nuestro barrio. Jax e Iria siempre se reían al oír esos reportajes, diciendo que nadie en su sano juicio regalaría un ‘viaje’, con lo costosos que eran, pero yo ya no estaba tan seguro.

A pesar de todo, no podía negar que mantenía la piedra conmigo porque me causaba curiosidad. ¿Se apagarían mis visiones del chico de cabello esmeralda si volvía a mirar a través de ella? ¿Volvería a ver las enredaderas que asfixiaban mi cuerpo y que todavía sentía con tal intensidad que incluso me costaba comer? Quería averiguarlo más que nada en el mundo, pero hasta entonces mis autodenominadas madres adoptivas se habían turnado para que siempre una de ellas permaneciera en casa. Aquella mañana, sin embargo, sentí los tacones de Jax y los bototos de Iria golpear las baldosas de la entrada y la puerta cerrarse tras ambas. Sobre la mesa de la cocina, había un emparedado junto con una nota que leía: “Fuimos por insumos, por favor desayuna y no salgas hasta que regresemos. Te queremos, J + I”

Sentí mis tripas quejarse al ver el bocadillo, pero cuando intenté tragar el primer bocado, las ramas de las enredaderas me apretaron en pecho y me obligaron a devolverlo. Sin querer perder más tiempo, bebí la mitad del cartón de leche de avellanas del refrigerador y corrí escaleras arriba hasta alcanzar el tejado. El cielo estaba gris, como siempre lo estaba en Lucero, y corría el típico viento de comienzos de otoño que anunciaba el paso de las tormentas del verano a las de invierno. Trabé la puerta que daba a la azotea y me senté en el centro de esta con la piedra bien puesta sobre mi ojo funcional. No volvió a quemarme, pero sí tomó calor en cosa de segundos antes de dejarme ver las hojas sobre mi cuerpo intentando escapar de debajo de mi ropa, saliendo por las mangas y el cuello, abultando mi pecho de una manera que terminó por marearme por la incómoda similitud a lo que había tenido allí antes.

Por el rabillo de mi ojo bueno percibí un movimiento entre el tejado y la mole que era la muralla de cemento. Giré la cabeza con brusquedad, ignorando las enredaderas, y me topé cara a cara con el chico de mi sueño, solo que en realidad no era un chico y empezaba a creer que jamás estuve soñando. Flotó, voló, levitó o lo que fuera hasta que sus delicados pies de bailarín se posaron sobre la terraza. Sus orejas se asomaban puntiagudas a través de su melena y sus ojos de un color azulado imposible me veían tan fijo que tuve que apartar la mirada a causa del pudor.

—Sé que puedes verme —dijo.

—No sé de qué hablas —respondí yo, como un verdadero idiota.

—Pffft —se burló—. No eres el espécimen más brillante que hay, ¿no es así?

Tenía un acento extraño que no supe reconocer; sus palabras sonaban como hechas de viento, nunca había oído nada igual. Casi me hizo ignorar lo que había dicho. Casi.

—No soy un espécimen —solté, cargado de rabia—. Soy un chico como cualquier otro.

—Entonces no tengo que esperar demasiado de ninguno —sonrió con suficiencia—. ¿Te duele?

Indicó las enredaderas con la cabeza, sin duda podía verlas sin ayuda de la piedra, pero no se me pasó por alto que traía una idéntica a la mía colgando del cuello. Sí me dolía donde apretaban, pero más que eso, me mareaba la sensación de volver a tener pechos con sus ramas saliendo directamente de mis cicatrices.

—¿Qué eres? —pregunté ignorándolo—. ¿Y de dónde saliste?

—La pregunta es qué eres —estaba claro que le gustaba jugar al enigma—. Y de dónde saliste.



#6785 en Fantasía
#1506 en Magia

En el texto hay: fantasia, lgbt, romance lgbt

Editado: 25.05.2023

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.