—Tienes que salir de aquí —dijo Cato de inmediato al ver el desastre en mi habitación. Lo miré sin comprender, porque realmente no entendía nada. ¿Cómo iba a irme con mis cosas en ese estado?
—¿Irme?
—Vamos, muévete —me obligó, tironeándome—. ¡No te quedes ahí! ¡Te digo que vengas!
El elfo no parecía asustado en absoluto, pero sí que tenía prisa por sacarme de allí. Instintivamente me llevé la mano al pecho, donde todavía sentía las enredaderas, para cerciorarme de la piedra con el agujero seguía allí, en la cadena de mi colgante. Cato me apartó la mano de un golpe, mirándome como si fuera estúpido.
—No la toques —me reprendió—. No la saques, ni siquiera pienses en ella.
Eso fue lo peor que pudo decirme, ¿cómo no pensar en ella cuando sabía que no podía hacerlo? Mi mente era un continuo infinito de no pienses en la piedra, no pienses en la piedra, no pienses en la piedra que sí o sí contaba como pensar en la piedra. Cato me arrastró escaleras abajo más rápido de lo que mis piernas podían seguirlo y terminé por saltarme un peldaño, provocando que ambos cayéramos hacia el vestíbulo. Aunque apenas fueron un par de metros, el porrazo resonó por toda la casa. Nuestras piernas se enredaron las unas con las otras y dimos de bruces junto al mueble donde guardábamos los zapatos, salvándonos de golpearnos contra él por un pelo.
—Muévete —se quejó Cato, adolorido—. Pesas mucho.
—Lo siento —apuré—. Oye, ¿estás sangrando?
—¿Qué? No —me aseguró aunque un hilillo de sangre le caía por la coronilla justo frente a mis ojos—. No estoy-
Su voz se apagó al retirar dos dedos empapados del lugar donde se había golpeado, pero más que adolorido, su expresión era de incomprensión pura. Se acercó para ver mejor la sangre, que era muy líquida y de color aguado, pero nada tan extraño como para que pusiera esa cara. Estaba a punto de preguntarle qué ocurría cuando oímos las llaves girar en el pomo y la puerta intentó abrirse chocando con nosotros por el camino.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz de Iria desde afuera—. Rory, ¿eres tú?
—Ya me muevo —dije, pero Cato seguía mirando su sangre como si fuera lo más interesante del mundo. Fue mi turno de tirar de él, pero aunque era delgado, me fue difícil apartarlo lo suficiente como para que Iria abriera la puerta.
—Hola —las saludé intentando tapar al elfo. No era que pensara que no iban a verlo, tan sólo quería darle un poco de tiempo para recomponerse de lo que fuera que lo tenía tan anonadado—. Todo bien.
—¡Trajimos pizza! —celebró Jax. Aunque traían pizza cada viernes, siempre pretendíamos que era un acontecimiento especial.
—¡Yuju! —dije yo, pero fue tan poco convincente que no me lo creí ni yo.
—¿Qué pasa, chiquito? ¿Todavía no recuperas el apetito? —Les encantaba decirme así, y aunque estaba acostumbrado y hasta me enternecía, sentí como me sonrojaba sabiendo que Cato lo había escuchado—. ¿Y tú amigo? ¿No vas a presentárnoslo? Oye, ¿está sangrando?
—Este es Cato —dije mirándolo con cuidado, había salido del trance, pero su expresión se había vuelto agria—. Nos caímos por las escaleras.
Ambas prácticamente se lanzaron sobre mí para asegurarse de que me encontraba bien, Iria, que era la más dulce, sacó un pañuelo y se lo dio a Cato, que lo recibió apenas, como si fuera el trozo de tela el que estuviera embarrado de sangre en vez de sus dedos. Ella no pareció darse cuenta del desaire, aunque a decir verdad, no estaba seguro de que el elfo lo hubiera hecho con intención; parecía encontrarse muy lejos de allí, como si el golpe en la cabeza le hubiera dejado más que una herida.
—¿Por qué estaban corriendo escaleras abajo? —me reprendió Iria.
—¿Se queda Cato a comer? —preguntó Jax al mismo tiempo.
Las dos mujeres subieron directamente al segundo piso, porque no les gustaba que el estudio oliera a comida. A pesar de que no me dieron tiempo de contestar, sabía que estarían esperando una respuesta una vez estuviéramos arriba. Chasqueé los dedos frente al elfo y eso lo espabiló por fin, pero su expresión se había tornado agria. El verlo así, cuando antes había parecido tan seguro, me puso incluso más nervioso que ver mi habitación ultrajada. Lo que me recordaba que no podía dejar que Jax e Iria la vieran así; no era capaz de inventar una historia lo suficientemente creíble para que no me acribillaran a preguntas.
—Ven —lo llamé—. Date prisa.
Corrí escaleras arriba, escuchando atento para cerciorarme de que Cato iba tras de mí. Sus pasos apenas se oían, suaves y delicados en contraste con los míos, que podrían haber pasado por una estampida. Cuando llegamos arriba, la impresión me golpeó de nuevo, pero no había tiempo que perder. Me puse a recoger todo intentando revisar si se habían llevado algo, pero mientras más ordenaba, más evidente era que no habían tomado nada. Lo que fuera que estuvieran buscando no lo habían encontrado y supe que se trataba de la piedra cuando, al pensar en algo valioso, fue lo único que se me vino a la cabeza.
La herida de Cato seguía chorreando aunque no había sido un golpe tan fuerte, pero como la consistencia de su sangre era casi idéntica al agua, se había manchado toda la camiseta y tenía un aspecto espectral. Se había parado frente a mi espejo y no dejaba de examinarse y aunque lucía menos impactado que al ver el líquido por primera vez, seguía mirándose como si se hubiera convertido en un fantasma. Me apresuré a guardar las últimas cosas antes de buscar algo que darle para que se cambiara; cualquier cosa le iría ancha, pero eso poco importaba cuando hacía frío y no tenía nada para ponerse. Encontré un suéter negro que ya no usaba porque me quedaba un poco estrecho, pero estaba limpio y en buen estado, así que no podría quejarse.