La Invitación

Seis [Cato]

Rory me condujo hasta la tienda del trocador por calles pequeñas. Cada cierto rato su miraba se desviaba hacia la calle principal, desde donde provenían luces de colores, música y tantos olores diferentes que terminaban por nublarte el olfato por completo. Yo también miraba: quería acercarme, ese tipo de cosas eran las que me habían atraído al reino humano en primer lugar y tenía que hacer un esfuerzo para seguir al chico sin apartarme de nuestro camino.

Podría estar allí si no fuera por el estúpido de Áine, pensé. Cuando le di la piedra que era gemela de la mía escondida en el abrigo, supe que debía desconfiar de él por cómo la miraba, pero mis ganas de salir del Bosque habían sido más grandes y me cegaron. Sin duda se había corrido la voz de las piedras idénticas, que eran tan difíciles de encontrar y mucho más de controlar, especialmente porque implicaba encontrar a un humano con retazos de magia que pudiera activar el portal, es decir, invitarnos a su reino. Aunque había esperado mucho tiempo antes de que alguien fuera capaz de ver el abrigo y decidiera llevárselo, Rory había sido un sujeto fácil de convencer, demasiado fácil.

—Espera —dije sujetándolo súbitamente de la manga.

—¿Pasa algo? —Pasaban muchas cosas, así que su pregunta estaba un tanto fuera de lugar, pero como no era muy listo, no se lo recalqué.

—Creo que es mejor que me esperes por aquí —indiqué—. Estamos cerca, ¿verdad? Puedo sentirlo.

Rory asintió, confundido, aunque no protestó y me dio las indicaciones para seguir a pie hasta una tiendecilla que se perdía entre dos escaparates más grandes y llamativos. La puerta estaba cerrada y la cortina echada, pero eso no era un problema. El pomo cedió ante mi toque y el piso crujió anunciando mi llegada, era una advertencia para mí: el viejo Áine no necesitaba que ningún sonido lo alertara, pero quizás los intrusos sí que precisábamos de un recordatorio que nos dijera que no éramos bienvenidos. En las casas de los elfos más huraños los pisos siempre crujían, y lo habrían hecho también en la mía de no haber sido porque Dalia los veía con pésimos ojos. El individualismo no era deseable entre nuestra gente, por eso no me extrañaba que el trocador hubiera encontrado un mejor hogar en este lado del portal.

Me adentré en el lugar, que estaba hasta el tope de objetos apilados sin un orden aparente, entorpeciendo mi camino y amenazando con largas sombras tétricas causadas por la luz de la calle. Podía sentir al otro elfo mirándome, pero lo ignoré y seguí caminando hasta el mostrador, tras el cual apareció tan rápido que casi parecía magia, pero no lo había sido y eso me causó un tirón de incomodidad.

—Áine.

—Cato —me saludó con una cordialidad fingida—. Han pasado tantas temporadas, sin embargo, sigues igual.

—No puedo decir lo mismo de ti —No pude evitar notar lo avejentado que lucía. La cantidad de años que habían pasado no eran justificación para ese deterioro.

Se encogió de hombros.

—El reino humano no es amable con sus habitantes.

Era cierto, lucía terrible, como si le hubieran caído un par de siglos encima y encima hubiera enfrentado una guerra. Pero no era solo el deterioro, había algo más profundo: sus orejas terminaban en unas puntas tan redondeadas que apenas aparentaban lo que realmente eran y tenía ojeras y arrugas impropias de nuestra especie. Se movía de forma pesada y en la mano tenía un moretón pequeño pero decidero. La sangre de Áine también se había vuelto impertinente.

—Llamativo, ¿no es así? —dijo al ver que tenía la mirada fija en la mancha.

—Es horrible —espeté. Porque así era, una marca demasiado humana y vulnerable.

—Es el precio que se paga por quedarse —explicó—. Si algo he aprendido de este reino, es que nada sale gratis.

Reaccioné demasiado tarde, con mis reflejos tan perezosos como el resto de mi cuerpo. Su sonrisa afilada debió servirme de advertencia, pero estaba demasiado ocupado recordando la sangre sobre mis dedos hacía un rato. La herida todavía escocía y mi mano dolía donde Áine le había clavado las uñas, que mantenía afiladas como solía hacerse hace varias décadas en el Bosque. A pesar de su edad, no tuvo problemas para inmovilizarme, más acostumbrado que yo a la pesadez humana y a maniobrar un cuerpo torpe y molesto. Intenté liberarme, pero el trocador era una criatura de poca paciencia y me dio una estocada con sus garras en medio del estómago. Tropecé y rompí una vasija de la que emergieron cientos de polillas campana, traídas de contrabando desde el Bosque. El aire se llenó con su canto sombrío mientras intentaba ponerme de pie bajo el peso de Áine, quien hurgaba en mis bolsillos desesperadamente, buscando la piedra que tenía atada al cuello. Cuando su mano se adentró bajo mi camisa, lo pateé con todas mis fuerzas, lanzándolo sobre una segunda vasija rellena de los hongos secos que se usaban para tener sueños lúcidos.

El otro elfo se recuperó rápido y ya se disponía a echarse otra vez sobre mí cuando yo todavía estaba doblado del dolor que me producían las perforaciones sobre la piel del estómago. Me removí como pude, girando sobre el suelo y destruyendo todo a mi paso. Más insectos, polvos y humos salieron disparados de sus recipientes, llenando la tienda de magias salvajes que me atraparon como en el ojo de un huracán. No podía ver a través de los hechizos y los maleficios me hacían lagrimar, aquí y allá los insectos liberados chocaban con mi rostro y me vi forzado a dejar de respirar para que los humos no se me metieran dentro. Oía a Áine forcejear con su propio contrabando y aunque en teoría era el momento preciso para escapar, no podía ver mi propio camino y estaba tan lejos de salir de allí como el minotauro apresado por los humanos en el laberinto.



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En el texto hay: fantasia, lgbt, romance lgbt

Editado: 25.05.2023

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