Al final resultaba que Rory era más listo de lo que creía, y yo, mucho más blando. Su idea de usar las conchas idénticas como piedras para el portal requería una gimnasia mental algo… distinta. Sí o sí era un chico extraño, de eso no había duda, pero eso estaba lejos de repelerme: a mi pesar, me parecía interesante. Agradecí que la paloma llegase en ese instante, porque estaba sintiéndome un poco demasiado cómodo con mi brazo alrededor de sus hombros y eso era algo que no podía ni pretendía permitirme.
El ave me entregó una varilla afilada, depositándola en mi mano con orgullo. Rory la tomó y le acarició la cabeza, provocando que gorjeara satisfecha. La imagen del humano tierno y cariñoso removió algo dentro de mí, pero volví a apagarlo. Lo único que merecía mi atención en ese momento era la aguja que habían traído hasta mí.
—Dame las conchas —pedí.
La paloma miró a Rory desconcertada cuando este dejó de mimarla, pero permaneció en su lugar. Los animales, especialmente los que estaban acostumbrados a vivir en la civilización, juzgaban sabiamente el carácter de las personas; si el ave estaba tan a gusto cerca de Rory, era por algo. Basta, me obligué a concentrarme. No me importaba la opinión de la paloma ni menos la mía, apenas pusiéramos el asunto en orden, saldría a conocer el resto del reino humano y el chico no sería más que una mancha en mi memoria, tal y como debía serlo cualquiera de ellos. No hacía falta encariñarse.
—¿Qué haces? —preguntó cuando vio que me disponía a usar la herramienta—. ¿Qué es eso?
—Una aguja de bruja —expliqué—. Las utilizan para zurcir sus hechizos, hay que usarlas con cuidado, porque son mañosas.
—¿Tú también puedes hacer hechizos?
—No.
—¿Y entonces para qué la quieres?
¿Acaso no se callaba?
—Para hacer un agujero mágico en las conchas, ahora, silencio, necesito concentrarme.
Cerró la boca inmediatamente, pero podía sentir su energía vibrar en una frecuencia altísima. Estaba inquieto, y mucho, mordiéndose la lengua para no hacer más preguntas. Al poco rato sentí mi interior vibrar con la misma intensidad, a la par con el cuerpo de Rory, y sólo entonces me di cuenta de que se trataba de la magia que me había prestado: todavía respondía a su esencia y de alguna manera eso hacía que tuviera una parte de él dentro de mí.
—¿Estás bien? —preguntó cuando ya no pudo continuar en silencio—. Se te descompuso la cara.
—Estoy concentrado —mentí.
—Si quieres puedo hacerlo yo —se ofreció—. Soy bueno con las manualidades.
Lo dudaba, pero las manos me temblaban tanto que no tuve otra opción que aceptar.
—Ten cuidado —rogué. Rory asintió, tranquilo. Por una vez, parecía muy seguro de sí mismo.
Cargué la aguja con la mayor carga mágica que soportaba y se la entregué. Hizo una mueca de dolor cuando la tomó, pero no llegó a soltarla. Aunque me había prestado su magia, su cuerpo todavía servía como un buen conductor: un humano cualquiera se habría abierto la piel intentando sujetar un artilugio como ese, y aunque sabía que podía sentir la quemazón, Rory estaba soportando mejor que cualquier otro de su especie.
—¿Aquí? —preguntó señalando el centro de la primera concha. Asentí, mis puños apretados seguían vibrando bajo la piel.
Recordé en ese momento que no veía por un ojo, y eso, sumado a la poca luminosidad del cielo terminó por descomponerme. Estuve a punto de quitarle la aguja, pero esta atravesó la carcasa como si fuera un cuchillo caliente sobre mantequilla, dejando un agujero perfecto justo en el centro de la concha por el que se podía mirar fácilmente. Repitió el proceso con la otra mitad y pronto tuvimos las ‘piedras’ gemelas listas. Me colgué una de uno de mis collares de hilo y la escondí bajo el suéter y luego, sin pensarlo, tomé la cadena que caía por el cuello de Rory y la deslicé suavemente hacia afuera, permitiendo que la concha descansara junto a la piedra que nos quedaba y que tarde o temprano tendríamos que destruir. Podría haberlo hecho entonces, pero no me atreví, ¿y si nuestros abre-portales no funcionaban y perdía la única otra opción que tenía para cerrar el paso al Bosque? No podía arriesgarme.
El tacto cálido de Rory me trajo de vuelta. Sin darme cuenta había metido el collar bajo su camiseta, dejando que mis dedos rozaran la piel sobre el lugar donde se habrían notado sus clavículas de no haber sido un chico más bien grande. En vez de retirarlos, me quedé de piedra. Al tocarlo, la vibración dentro de ambos desaparecido de un soplido. El humano me miró con los ojos bien abiertos y los labios ligeramente separados en una expresión de asombro; así que él también era consciente del exceso de energía que expelía su cuerpo. No sabía por qué, pero el que pudiera sentir cómo su magia se movía dentro de mí me causó un pudor tremendo.
—Gracias —dijo una vez hube retirado mi mano.
—Lo siento, no debí hacer eso —me disculpé.
—No, no —apuró—. Gracias por hacer que se detuviera.
Lucía genuinamente aliviado. Solo entonces reparé en lo agotador que debía haber sido para él vivir con toda esa magia inutilizada dentro de su cuerpo, zumbando contra sus oídos y bajo su piel sin un momento de descanso. Y luego había tenido que soportar todo eso junto a las enredaderas que le apretaban el pecho, y bueno, antes debió haberlo hecho también con la faja. Supe enseguida que yo me habría vuelto loco, y bueno, quizás por esa misma razón Rory era un poco extraño, pero tuve que reconsiderar lo que sabía de él. Me había demostrado que su cerebro funcionaba, y al parecer, su voluntad lo hacía todavía más. La paloma que ahora descansaba sobre su muslo revelaba un corazón de oro y su nariz torcida ya no me perturbaba. De alguna forma, había despertado mi interés.