Danaria caminaba a través del oscuro bosque que separaba los lagos de Presagio de las denominadas tierras capitales, donde se hallaban las ciudades de Mynsal y Fortaleza. El trecho que le quedaba hasta alcanzar su destino no era excesivamente largo, pero era el único que debería hacer a pie y sola. El viaje de regreso desde los bosques de Entya solía hacérsele más corto que el de partida, pues el ansia que la devoraba por llegar al mágico hogar de los ents solía eternizar el trayecto. Aquella tarde, sin embargo, el camino de vuelta se le estaba haciendo tan largo que por un momento pensó en la posibilidad de haberse extraviado. No era la primera vez que efectuaba ese viaje, pero las fuertes nevadas del invierno solían dificultar el hallazgo de las referencias que solía utilizar para guiarse y por esa razón prefería viajar en cualquier otra época. Sin embargo, las urgencias apremiaban en las hermosas tierras de Kardunia, y Danaria había aceptado sin quejarse la petición de Yareus para acudir a pedir consejo a los sabios pastores de árboles. Él estaba ya demasiado viejo y sus pies resistían a duras penas las expediciones por las tierras cercanas. Cuánto más no aguantarían la de un viaje como aquel. Cierto era que buena parte de él no se efectuaba caminando; tan solo el trayecto que había de llevarlos desde la hermosa Mynsal hasta las lindes de Presagio, en cuyos lagos, resultaba balsámico detenerse a descansar, al tiempo que se atendían las advertencias de las cristalinas aguas, que siempre avisaban sobre posibles peligros durante el camino. A partir de ahí, las revoltosas ninfas, habitantes de los ríos que serpenteaban desde las cumbres de Titanos, empujaban sus bonitas y ligeras embarcaciones a través de las Lágrimas del Tinma, nombre que tomaban los mútliples afluentes del caudaloso río. Corriente arriba, las hadas transportaban a los viajeros en exóticas balsas que ellas mismas construían con hojas de Salahana, un extraño árbol que solo crecía en las faldas de las cumbres más frías y cuya resistente hoja estaba a prueba de todo. Ensambladas a sus gruesos troncos y coronadas por las suaves telas que también ellas mismas tejían, las embarcaciones ninfas avanzaban veloces hasta alcanzar la corriente descendiente del río Sinno, el único que serpenteaba entre las vastas tierras ents. Ver a aquellas hermosas criaturas siempre la había sumido en alguna especie de hechizo. Danaria soñaba con ir a Panteón algún día y conocer aquella hermosa tierra, las majestuosa ciudad mágica de Draydan, que imaginaba como un palacio gigante de níveo enlosado; el Templo de Utrah, donde se decía que los disoses de Deonnah hablaban; o el Faro de las Nereidas, una mágica biblioteca desde la que alcanzaba a verse el fantástico reino de Tempus, ubicado en el interior de un colosal iceberg. También anhelaba conocer a la reina Exelia. Se regocijaba sin remedio en la hermosura de aquellas ninfas que habitaban en el Tinma y aquello la llevaba a imaginar cómo sería el rostro de la reina de las hadas. La imagina más hermosa de lo que cualquier otra mujer hubiera podido exhibir en un rostro, de ojos grandes y cabello largo; de boca menuda y grácil silueta. Algún día viajaría hasta Panteón, solía decirse, y conocería de primera mano el corazón de la magia en Deonnah, una isla protegida y cuyo acceso no estaba abierto a todo el que quisiera llegar hasta ella.
Despertó de su ensoñación y continuó avanzando. Danaria hubiera podido rechazar la petición de Yareus y otro mynsaliano hubiera sido enviado, pero ella valoraba profundamente el haber sido la primera elección del gran maestro, a quien no quería decepcionar. Durante su estancia en Entya había recopilado mucha y muy valiosa información acerca de los desastres que estaban azotando a Kardunia y que habían costado ya tantas vidas. Urgía, por tanto, llegar hasta Mynsal y poner a Yareus y a los demás en conocimiento de todo. Por suerte para ella, durante su estancia en tierras mágicas, no había topado con ninguno de aquellos hombres o mujeres que habitaban en el oeste, de quienes se escuchaban todo tipo de oscuros sucesos en los últimos tiempos, como aquel que aseguraba que los dioses les habían arrebatado su nombre. Muchos de ellos habían partido tiempo atrás hacia las cisla de Drey, pero el regreso de otros tantos a su Mythos originaria, no despertaba en Danaria buenas sensaciones, ya que al parecer no habían sido pocos los que habían sucumbido a alguna especie de oscuro mal que los convirtió en peligrosos cazadores.
El viento soplaba con furia aquella tarde y el sol declinaba ya a lo lejos. La joven se sentía inquieta, pues sabía que si la noche la alcanzaba en aquel lugar, sus posibilidades de ver un nuevo día serían remotas. Además del frío atroz que azotaba las tierras del oeste durante la noche, sabía que eran muchas las criaturas salvajes que poblaban aquel bosque y que aguardaban la oscuridad para moverse entre las sombras en pos de dar caza a sus presas.
Un sonido metálico la puso en alerta y por un momento, Danaria contuvo la respiración. Trató de mantener la calma y caminó despacio, aferrada a los documentos que portaba enrollados en el tubo, fabricado de recias hoja de Salahana. Al dejar atrás un pequeño recodo en el viejo sendero, cuyo trazado apenas se distinguía, cubierto como estaba por la nieve, pudo ver qué había originado aquella especie de tintineo: un fortalezano había dado caza a una pequeña cría de dragón que a buen seguro aún no sabía volar y cuya pata delantera había quedado atrapada en una de las múltiples trampas que los bárbaros habitantes de Fortaleza colocaban por la zona. Casi debía dar gracias a que ella misma o los frecuentes peregrinos que transitaban aquellos senderos no hubieran caído nunca en una de ellas.
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Editado: 03.03.2019