La Ira de Fyros (serie Voces de Deonnah)

Capítulo 3

La noche anterior no había logrado pegar ojo. Al nerviosismo por la situación en la que Saysa pudiera encontrarse y también el propio Yxos, sumaba las horas que había pasado recopilando información sobre el laberinto de pasajes subterráneos que pudieran llevar al minotauro fuera de Fortaleza sin levantar sospechas. La campana había indicado ya el fin de la actividad en Mynsal y por tanto, Danaria sabía que todos estarían durmiendo. Tea en mano, descendió hasta los niveles inferiores, por debajo incluso de la biblioteca, y dispuesta a conjurar la magia para abrir los accesos que pudieran estar sellados. La hechicería solo podía utilizarse en caso de extrema necesidad, pero dadas las circunstancias, la joven estaba convencida de que valdría la pena. Había dejado atrás un pasadizo oscuro que, según los planos, algún día debió conducir hasta Panteón. La tentación de seguirla era grande, pero habría de esperar.

En apenas unos diez minutos, el camino la llevó hasta la llanura que conducía a los Lagos de Presagio. Si el minotauro llegaba hasta allí, huir no debería resultarle difícil. Nunca había visto a uno, más allá de las escasas sombras que había podido distinguir en el coliseo de Fortaleza, pero sabía perfectamente que la envergadura del animal era más que considerable y por tanto, debía optar por los pasillos más amplios aunque no fuesen los más directos. Regresó de nuevo a los pasos subterráneos y continuó abriendo portales y deshaciéndose de las losas que cerraban los caminos. La magia siempre había sido una poderosa aliada para los mynsalianos, aunque algunos renegasen de ella y, en general, de todo aquello que la ciencia y los libros no pudieran explicar con lógica. Aquella era la gran razón por la que Saysa estaba dispuesta a sacrificarse. ¿Cómo habría logrado llegar hasta allí sin poder hacer uso de la magia? —se preguntó Danaria.

Apoyó la espalda sobre la roca de la gruta y trató de descansar unos segundos. El aire era pesado y atufaba a humedad. Durante su labor, había llegado, incluso, a topar con dos cadáveres ya esqueletizados que le habían puesto los pelos de punta.

Cuando sus pasos la llevaron hasta Fortaleza, el griterío empezó a hacerse audible sobre su cabeza y Danaria no pudo evitar que el temor se adueñase de ella con cada puerta que tumbaba, pues la posibilidad de que el minotauro estuviera detrás de una de ellas crecía a cada paso que daba. A aquellas alturas, los planos eran ya confusos y no podía estar convencida del lugar exacto en el que se encontraba.

Se detuvo, de pronto, al escuchar un estruendo al otro lado. La tapia que sellaba la puerta de acceso aún estaba en pie y por un momento temió que Yxos hubiera escogido otro camino y que las puertas que ella había abierto, resultasen trabajo baldío. Pero para su sorpresa, sin embargo, el muro de roca se tumbó súbitamente al tiempo que ella reculaba, asustada, y no tardó en topar con el magullado rostro de Yxos, cuya mano refulgía, emitiendo un tenue resplandor azulado.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exclamó él, desconcertado.

Ella alzó la mirada hacia su rostro y balbuceó:

—Yo... los... He abierto los accesos hasta la llanura... pero...

—¡Pues corre!

Sin detenerse a preguntar, Danaria dio media vuelta y arrancó a correr. Detrás de ella, no solo podía percibir los pasos de Yxos, sino también la mano del muchacho sobre su cintura, apremiándola a mantener la velocidad.

—¡Vamos, vamos! —gritó.

Danaria cayó al suelo e Yxos la alzó, sujetándola de la cintura. En aquel momento ella pudo comprobar que aquel haz de luz continuaba prendido en la mano del muchacho. Pero no hubo tiempo para agradecimientos ni para palabra alguna. Los bufidos y gruñidos que los seguían, advertían de lo peligroso de la situación y, tras una alocada carrera a través de los angostos pasadizos que minaban Fortaleza y buena parte de la llanura hasta Mynsal, respiraron de nuevo el aire frío de la noche. Danaria tropezó otra vez al salir a campo abierto y, sin detenerse, Yxos la sujetó del brazo, prácticamente arrastrándola y evitando, así, la embestida del minotauro. Aún sin detenerse, volvió a alzarla de la cintura y corrió en dirección opuesta a la que lo hacía aquella terrorífica criatura de elevada estatura e imponente cornamenta. Era negro como el tizón y, sus pasos, veloces como una flecha. Aullando y cabeceando a todo lo que se cruzaba en su camino, su sombra acabó perdiéndose bosque a través, lejos de Fortaleza, de Mynsal y del yugo de los hombres.

Danaria permanecía de rodillas sobre la nieve, al igual que Yxos, temblando aún y abrazada con fuerza a él, que se había limitado a observar en silencio la huida del animal. Resopló, aliviado, cuando esta se vio al fin, materializada. Danaria se apartó ligeramente y comprobó que tenía golpes y heridas en el rostro.

—¿Estás bien? —le preguntó, con voz temblorosa.

—Sí —respondió él, resollando aún.

—Estás... Tienes golpes...

—Una estúpida pelea. Nada que ver con el minotauro. Deberías haberte mantenido al margen.




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