2033 - TARDE
Era una simple joven de tan solo dieciocho años cuando recorrí el Atlántico por primera vez con mi padre y mi hermano, Jack y Elliot. O, en otras palabras, mis personas favoritas en el mundo mundial. No solo era fanática del mar, sino también de los barcos. En mi infancia, pasaba mi tiempo libre en el Muelle Canadá, en Liverpool, junto a papá, observando y deseando un día poder navegar en uno de esos. Mis padres no querían regalarme un barco, yo ansiaba el poder navegar, así que su regalo de graduación fue que mi papá se comprara uno. No era mío, pero sí para mí. Por otro lado, Elliot no era fanático del mar, ni de los barcos. Su rostro gritaba que iba a vomitar en cualquier momento y no se alejaba de los bordes, por si acaso.
Mi padre se sorprendió cuando elegí este océano. Estábamos cerca de Gales, o para ser más específicos, habíamos pasado hacía unas horas por el Canal de San Jorge, y nos dirigíamos hacia el sur por el Mar Céltico. Él pensaba que no iba a querer seguir, que iba a querer regresar poco después, pero era todo lo contrario. Tenía una meta. Luego de investigar sobre el Triángulo de las Bermudas, descubrí que no eran las únicas islas misteriosas, había otra. Solo que de esta se sabía aún menos, y eso solo me motivó aún más. No creía encontrarla, no me iba a decepcionar si no pasaba. Sin embargo, cada vez que veía un pedazo de tierra, mi corazón se aceleraba.
Pero mis esperanzas de encontrarla se desvanecieron junto con la paz y la armonía del mar. Tan solo habían pasado unas cinco horas desde el comienzo del viaje cuando el clima comenzó a alterarse y las olas a levantarse. El pánico invadió todo mi cuerpo mientras corría por las escaleras para encerrarme dentro del barco, pero enseguida recordé que no estaba sola. Regresé a la proa para ir en busca de mi familia y así quedarnos abajo, protegidos, pero ellos estaban intentando sacar el agua, en vano. Les grité todo lo que podía, pero no me escucharon, la tormenta era demasiado ruidosa. Me acerqué a ellos intentando no caer, los tomé del brazo a ambos y ellos me miraron enojados.
—¡Ve abajo! —me gritó mi padre.
—¡Juntos o me quedo aquí!
—¡Anna!
—Padre... —murmuré mientras les rogaba con la mirada.
Jack y Elliot se miraron antes de ceder y tirar los baldes para luego seguirme hacia lo que sería el refugio. No estaba realmente segura de qué tanto nos podía proteger, pero tenía unas vagas esperanzas de que iba a ser suficiente para seguir con vida.
El barco cada vez se movía más y más, y yo comenzaba a marearme.
—Pase lo que pase, estoy muy orgulloso de ustedes —dijo papá con tristeza en la mirada.
Elliot y yo nos miramos el uno al otro y luego a Jack, quien, por primera vez, se veía asustado. Lo abrazamos fuertemente, deseando que ese no fuera el último.
—Vamos a estar bien —dijo mi hermano—, los tres.
Quería llorar, pero tenía que ser fuerte. De repente sentí un gran golpe y el barco comenzó a moverse brutalmente. Este se dio vuelta, dejándonos debajo del agua, el cual nos arrastraba de manera brutal. Estábamos en constante peligro, a la merced del mar. Comencé a perder la conciencia lentamente y dejé de luchar contra la marea, la cual no tenía piedad sobre nosotros.
«¿Estaba viva o muerta?» fue lo primero que pensé en cuanto recuperé la conciencia. Enseguida sentí que algo subía por mi garganta, me volteé a un costado para toser y escupir agua. Regresé a mi posición anterior, boca arriba y respiré hondo. No abrí los ojos ya que me aterraba la idea de, al hacerlo, ver un cadáver. Apreté los parpados antes de separarlos y miré al cielo. Estaba negro, pero despejado y lleno de estrellas. La luna se veía gigante y hermosa.
Tanteé mi alrededor con los dedos y me di cuenta de que estaba sobre arena. Me senté y pude contemplar el inmenso océano, el cual me había arrastrado hasta esa orilla. En parte tenía que estar agradecida con él, pero antes, decidí mirar a mi alrededor y aceptar lo que sea que haya pasado. Sin embargo, no había nadie. Estaba completamente sola.
—¿Papá? —susurré— ¿Elliot? ¿Padre?
Me levanté tambaleándome, mareada. Tenía mucho frío, me latía la cabeza y sentía un dolor punzante en mi frente, de donde noté que me sangraba. Me acerqué al agua para limpiarme la herida y no pude evitar maldecir ante el ardor. De seguro no era mi única herida, todo mi cuerpo dolía, pero ninguna de ellas importaba. Mi familia era mi prioridad.
—¿Papi? —pregunté por última vez antes de quebrarme y romper en llanto.
Ya no podía aguantarlo más. Estaba sola, completamente sola en medio de la nada. Me tiré sobre la arena de rodillas. «Pequeño gran error», pensé, y comencé a gritar intentando desahogarme. Mi garganta me estaba rogando que me calle, y lo hice. Me limpié la cara con las manos antes de levantarme nuevamente. «No sirve de nada llorar», repetí en voz alta una y otra vez. Sin embargo, todo mi ser me lo pedía a gritos.
Después de llorar y llorar, decidí moverme. Dolía hacerlo, siquiera intentarlo, pero necesitaba encontrar a alguien. En cuanto me levanté, vi un bosque y dudé, pero no tenía otra opción. Sentía un dolor punzante y casi insoportable en el tobillo izquierdo cada vez que pisaba, así que solo apoyaba lo dedos, apenas. Enseguida me adentré. Era todo un reto esquivar los palitos y las piedras entre tantos árboles, descalza. Sin embargo, estos servían de distracción ya que no eran simples árboles. Algunos tenían hojas verdes, como siempre, pero otras eran violetas, rojas y azules. Parecían mágicos.
Editado: 22.11.2020