La Jacaranda del Diablo. Junio, 2005.
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Tomo 1. La rebelión
Tomo 2. Misiones
Tomo 3. La guerra
La silueta en la vaina.
Conrad Riff caminaba errático por la calle empedrada del próspero pueblo ganadero de Cuahuaki. No podía concentrarse, el dolor en su pecho era tan intenso que deseaba simplemente darse por vencido y permitirse sucumbir. Pero no debía, sabía que tenía que resistir, al menos lo suficiente para dejar todo listo para su nieto. Los mercaderes a su lado se apresuraban a recoger su mercancía, los compradores caminaban a grandes trancos con sus familias para salir de la calle principal, la aparente calma era en realidad un caos que ayudaba a Conrad a pasar desapercibido, nadie parecía notar el rictus de dolor en su rostro ni su mano por debajo de su chaqueta apretando fuertemente su pecho.
La mitad de su corazón estaba destrozado y la otra mitad era forzado a trabajar a un ritmo acelerado para proveer la sangre suficiente a su cerebro, la necesaria para arreglar sus últimos asuntos antes de dejarse llevar por la caricia final de la muerte.
Sólo unos pasos más, era todo lo que necesitaba. Al fondo de la avenida se veía su casa, una construcción sencilla hecha de madera y adobe, ni más ostentosa ni más pobre que cualquier otra casa de esa calle. Parecía que lo lograba, estaba a sólo pasos de la entrada cuando le cerró el paso un hombre montando sobre un enorme caballo negro de ojos rojos.
―¡Eh, tú! ―Un hombre corpulento vestido con uniforme escarlata le habló con voz ronca―. Detente ahí.
Conrad se congeló a su paso, sacó su mano ensangrentada de su chaqueta, y con la otra mano hizo un movimiento circular y la sangre desapareció, se puso lo más erguido que podía, logró hacer parecer que el rictus de dolor en su rostro no era más que miedo e incertidumbre.
Entonces se hizo el caos total. Guardias vestidos con túnicas rojas y adornos color oro, montados en caballos de fuego, causaban pánico entre las personas que no habían logrado huir a tiempo. Los pocos mercaderes que quedaban veían impotentes como los caballos reparaban por encima de sus puestos incendiando sus mercancías. Las mujeres chillaban mientras sus maridos eran subidos a las carrozas. Los captores, todos ellos fornidos y de gran estatura, arrojaban niños y ancianos por igual, con tal fuerza que muchos de ellos quedaban inconscientes dentro de las carrozas.
Conrad sintió un pinchazo en el pecho, más por la culpa que por la grave herida que cubría con su chaqueta. La aparición del ejército rojo era muy mala señal, era el ejército encargado de buscar a los rebeldes y jamás se tentaban el corazón, sabía que iban a por él, pero no podía entregarse, sin importar cuantas personas pagaran por ello, no debía caer en sus manos.
―Anciano ―le llamó nuevamente el guardia―, déjame ver tu pecho.
Conrad entornó sus ojos hacia el guardia. El sujeto no era muy alto, lo que indicaba que era un humano común, una criatura fácil de dominar. Concentró su mirada en la del soldado al momento que abría su chaqueta. El soldado entrecerró los ojos, como somnoliento.
―¿Lo ve? ―dijo Conrad, confiado en que el soldado veía una realidad alterada―. No sé qué quiere encontrar en mi pecho, ―Conrad se concentraba en la imagen de un pecho sano, el soldado percibía esa señal con una mirada extraviada―, sólo quiero ir a casa.
―¿Lo han encontrado? ―gritó un rastafario hombre moreno. Conrad se agachó para no ser visto y continuó su camino lentamente perdiéndose con la gente que corría entre los soldados.
―Nadie tiene heridas en el pecho, comandante ―dijo el soldado cuadrándose ante su superior.
―¡Estoy seguro de que uno de ellos salió con una enorme herida en el pecho! ―gruñó el comandante haciendo a su enorme caballo con crin rojiza reparar para dar la vuelta―. ¡Tú! ―gritó apuntando a otro soldado―. ¿Han logrado resucitar a alguno?
―No, comandante. Todos ellos tomaron píldoras de cianuro, murieron de inmediato.
―¡Idiotas! ¡Los necesitábamos con vida! ―gruñó el comandante―. ¡Mataré a Jovo! ¡Quiero que encuentren al que huyó y lo quiero con vida!
―¿Recibiremos refuerzos? ―preguntó otro soldado― ¿Quién iba a imaginar que ese aviso delataba a la dirigencia de la rebelión?
―Llama al mariscal ―ordenó el comandante―, necesitaremos ayuda del ejército blanco. Algo me dice que el que escapó es un mago.
El ejército blanco. El corazón de Conrad se estrujó aún más, eran en su mayoría gente dedicada al espionaje y en sus filas había decenas de soldados montados en caballos alados que se camuflaban entre las nubes, el único ejército formado enteramente por magos y brujas que visualizaban desde el aire a todo aquel que quisiera perderse en la llanura. Era imperativo que su nieto recibiera todo a tiempo para poder escapar de Cuahuaki.
Conrad caminó sólo unos pasos más, ocultándose detrás de un par de barriles en el pórtico de su casa. Cuando se aseguró de que los soldados no le veían, se acercó a la puerta.
Jadeando, ingresó discretamente. Lo que por fuera parecía una casa humilde y sencilla, por dentro era un castillo en miniatura, con todo lo que un mago podría necesitar: Una enorme biblioteca, un laboratorio de alquimia, una torre de observación astronómica y un almacén enorme con ingredientes para pociones mágicas.
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Editado: 26.09.2023