La jaula de oro

CAPÍTULO SEGUNDO pte.1 - Fuego y humo

La mañana anuncia una ligera brisa típica de otoño. Piensa, siente y sonríe mientras trasciende de aquella celda de sueños rotos y vuelve para bañarse con el aroma de las flores.

Cada suspiro es una carta, un recuerdo traído desde lo profundo de su triste corazón.

Su paz, aquella qué extraño cada vez que he de acudir a este lugar; la extraño aún más, cuándo he de apreciar su sonrisa tierna y amable que cubren unas cuantas hojas que han muerto mientras yace junto a la mirada paciente y eterna de un árbol.

Pronto despertará con el alba.

La noche quedó atrás hace mucho mientras se sumía en lo profundo de un lugar que marchita su joven corazón y doblega su mente con tristes escenas de un ayer que quisiera olvidar. El celaje, aquel hermoso susurro que enciende el cielo, fue lo último que vio antes de cerrar sus ojos; solo aquí, entre flores y humedad, puede apreciar su inmensurable belleza. Pero, del otro lado, solo observa entre los muros el inconfundible color que dejan las antorchas y faroles, y el humo que recorre las sombras o espacios entre los maderos que forman su rústica techumbre.

Tras su sonrisa teme. Aun vagando entre dos amaneceres, le atormenta la sangre que derramó un día, la misma qué le da vida y hoy peligra de ser derramada en el desamparo que le doblega cada vez que piensa en ello. Por eso huye.

Duerme y sueña mientras corre entre aquellos lugares que están fuera de su alcance tras unos pocos minutos que, como si fuera una cruel jugarreta de la vida, tiene para soñar antes de despertar en uno u otro lugar. Cruzan ante sus ojos miles de luces que decoran los sueños cubiertos por un infinito y apacible firmamento mientras, en dejos de conciencia, anhela alcanzar alguno de esos destellos. Sueña con la luna, única y fiel, que le acompaña en ambos despertares y se asoma gentil entre los barrotes de la única ventana que posee en su cautiverio, mientras que, aquí, entre flores, le baña y cubre al iluminar su camino tras filtrarse su luz entre las ramas de los árboles.

Su despertar es amable, no así lo que le ha llevado a dormir entre pasto y árboles.

No hay suficiente dolor en su corazón desesperado y entristecido en un mar de abandono y traición; aún no. Recuerda aquellas veces en las que le veían tan frágil y tan sumido en su propio infierno, las ocasiones en las que mil almas distintas le preguntaban por su vida llena de dolor y amargura. Ahora, en su desdicha, las flores le preguntan por qué le cuesta tanto sonreír, y él, ensimismado, solo fábrica con dificultad una mueca que les deje conformes.

El hambre le visita primero, aun sin poder abrir sus ojos siquiera, pues no ha comido ni bebido de buena manera desde hace unos cuantos días.

Cuando sufre, acude a mí.

Siempre, sin falta, cuando asoma su conciencia al despertar, también asoma una lágrima desde sus ojos tristes; su propia mente le sume en el dolor del ayer y las puertas que ya se han cerrado junto con su propio cielo. Siente y piensa, siempre con un ligero dejo de esperanza de errar en ello, que su vida ha sido colocada en la ruleta y, quizás sin poder hacer nada con ello, no haya más que un solo destino a su favor.

Junto con el hambre, hoy le visita el frío, así lo ha dispuesto la mañana. Sus ligeras ropas no le son de ayuda y, aun si hubiere de traer algún abrigo o manta que le cubriera, el rocío de la mañana le hiela con su gentil humedad. Llora por ello mientras recuerda y anhela el calor del fuego que algún día sintió en su hogar, el mismo del que debió huir para resguardar su joven vida.

Su mente le juega mal.

Cada despertar, cálido o frío, trae consigo un anhelo distinto que surge desde el fondo de sus recuerdos y se aloja en un hueco doliente de su corazón. Ha intentado sonreír entre los árboles, saltando y jugueteando para observar a las aves, soñando con emprender por fin aquel vuelo que, quizás, le libere del miedo y el dolor que apenas le dejan seguir en su lucha por sobrevivir un día a día tan adverso. Un par de mañanas sonrió al despertar, lo hizo bañado de una tranquilidad que ya no recordaba.

Observa sus ropas y tiene frío, pero teme quitarse lo único que le ha quedado en su huida y le duele también perder lo último que ha salvado del calor de su madre: un par de guantes hechos en aquellos días en los que su amor le abrazaba por las noches y le alejaba, al menos por un instante, del infierno que dejaba atrás con la caída del sol.

Observa ahora, entre las ramas de los árboles, un gris desafortunado que pinta el cielo; entiende entonces que deberá seguir su camino y buscar algún refugio que le permita volver a abrir alguna puerta que le sea favorable a su vida.

Se toma un par de minutos mientras carga de fuerzas su corazón; bueno es para poder continuar, pues le han partido en dos cuando, a causa de su joven edad, apenas comprende las adversidades del mundo en el que poco a poco se va agotando su valor. Observa a su alrededor si ha de encontrar algo que le sea de utilidad o, quizás, solo le sea digno de atención para distraer su mirada.

Huele las flores, quizás por última vez. No conoce que ha de haber más allá de este bosque que le ha guardado desde hace unos días y no sabe si más allá de lo que es su mundo han de haber flores que cubran las praderas y acompañen también a los árboles en su inerte soledad.

Ha huido entre estos árboles que le han sido útiles cuando la muerte ha estado cerca de él, una muerte que monta un corcel de un color desconocido para él, aun cuando le resulta cotidiano al haberle visto desde que su memoria ha surgido, pero desconocido en su nombre al no saber más que lo enseñado por su madre mientras respondió a las mil intrigas que alguna vez se alojaban en su mente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.