La jaula de oro

CAPÍTULO SEGUNDO pte.2 - Fuego y humo

Con dificultad salta una zanja que se atraviesa en su camino y observa a unas decenas de metros el final del bosque, mientras por su mente ahora cruzan temores que no ha conocido antes: ha descuidado el hambre y su propio cuerpo que ahora pesa y se resiente. Pero, delante de él, por fin, la luz revela tenues dejos de un verde brillante y matices del color de las grandes rocas que pudo observar algún día desde lo alto de los árboles antes del tiempo que hoy vive. Comprende, entonces, que ha llegado al final del bosque.

Tras varios minutos, la fatiga le ha hecho disminuir su paso, aun cuando su voluntad es firme, cediendo rápido al agotamiento. Su joven cuerpo es frágil. Pero, cuando logra dejar atrás el último árbol, el tiempo se detiene por un fugaz e inclemente momento: junto a él oye el inconfundible silbido de la muerte que es seguido por un inmediato y furioso estallido proveniente de algún lugar a su espalda. Comprende entonces que han errado un disparo y los caballos se han acercado aún más. Se encuentra a tiro de quienes le persiguen.

Entonces, del fondo de su corazón, saca fuerzas para acelerar nuevamente su paso ante la luz que pronto le ciega: solo teme lo que pueda venir al dejar el bosque cuando la brisa golpea su rostro, ya que, por fin, ha salido de ahí.

Desorientado, observa con temor a su alrededor mientras sus ojos distinguen en el horizonte como grandes montañas se yerguen desde el suelo y frente a él se asoman enormes rocas que rompen la armonía de un campo bañado por el césped y el sol. Observa y distingue mil colores que le son extraños cuando, muy cerca de él, huyen un par de ciervos y unas cuantas aves que abandonan sus nidos ante la irrupción de su frenética carrera.

Teme, porque a pesar de que su vista se maravilla de nuevos colores y un horizonte desconocido, ya no hay nada que le resguarde u oculte de quienes le siguen, sino que solo observa una basta planicie y unas cuantas rocas.

Está cansado, la sangre que brota de sus pies se mezcla con la tierra y la hierba con cada paso que da. Así, en rápidos vistazos a su alrededor, busca algún lugar cercano que le resguarde, pues sabe que su carrera no ha de seguir por más que un par de minutos sin que la fatiga le haga tropezar y acabar su huida.

Para su fortuna, los caballos se han perdido por un momento entre los pocos troncos que aún quedan en su camino y la muerte no ha vuelto a acercarse a él en los estallidos furiosos y erráticos que le impulsan. Aun así, sabe que no ha de pasar mucho tiempo para que vuelva a oír tras de sí, esta vez, un certero disparo que acabe finalmente con su vida.

Así, corre.

Huye ahora entre la hierba que jamás ha observado tan triste andar y busca entre las grandes piedras algún lugar que le resguarde mientras oye, ya más cerca, el relincho de los caballos, al tiempo que vuelve a oír un disparo tras él que hace estallar una piedra ante sus ojos.

Le han alcanzado.

Huye, quebrando su camino y zigzagueando para evitar así su deceso. Evitando las armas de todos ellos, sabe que podrá huir con mayor tranquilidad.

Observa como la tierra salta frente a sus ojos en dos ocasiones: ha librado por muy poco las balas y sabe que ha de tomarles un momento a cada quien para cargar sus armas nuevamente, pues la pólvora es difícil de acomodar en la recámara de sus fusiles mientras mantienen el galope. Acelera entonces, fatigado y al borde de claudicar, mas no se rinde, pues ante sus ojos, y no muy a lo lejos, se yergue una columna de granito y en su base puede divisar un pequeño agujero que, con algo de fortuna, le servirá como refugio.

Tras unas decenas de metros, trastabilla, pues la fatiga y el dolor comienzan ya a limitar su avance. Debe cuidarse, esta vez, de ser visto mientras serpentea y salta de piedra en piedra. Las espadas y su agudo brillo también son causa de muerte en las historias que un día oyó.

Teme y piensa. En el camino sus lágrimas mojan la tierra cuando recuerda poco, pues poco ha vivido hasta ahora.

El dolor invade su cuerpo mientras sus lágrimas caen y la sangre que brota de sus ya múltiples heridas le es indiferente.

Ya a los pies de la columna de granito, salta con dificultad e intenta ingresar por aquel pequeño agujero mientras oye cómo los caballos se acercan deprisa. Las agudas y accidentadas paredes le dañan, cortan su piel en un roce forzado y desesperado, pues apenas puede pasar sus piernas y su cadera mientras su cuerpo se llena de cortes y sangre.

Tras unos segundos, un par de metros tras él, los jinetes saltan de sus monturas, espada en mano. Le han alcanzado y aún no se pierde en el pequeño hueco que ha elegido como resguardo. Así, el tiempo desacelera mientras su corazón toma el camino contrario; late con fuerza y más rápido, pues cada paso que dan los jinetes es un intento más por ingresar en la columna mientras su piel sangra y él sufre para alejarse.

Así, su rostro es lo último: ya casi escapa de sus persecutores mientras siente como bajo sus pies el suelo desaparece. Cierra sus ojos en un último intento. Junto a él se oyen golpear las rocas con afilado afán: ha logrado por fin ingresar completamente en la columna para caer con furia desde lo alto y azotar su cuerpo con la humedad de la tierra que reposa al fondo de una cueva.

Mientras, los jinetes observan atónitos cómo el muchacho se pierde entre la hierba y el suelo bajo aquella gran columna; quizás por sus mentes cruce el cólera y la sed de sangre, pues aquello dejan ver con su enojo. Uno de ellos, su padre, enloquece y arroja con fuerza su espada por el agujero con la intención de alcanzar por fin a quien han perdido hoy.




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