La jaula de oro

CAPÍTULO SEGUNDO pte.5 - Fuego y humo

Entonces, un grito rompe el silencio de la noche: antes de llegar al muro ya ha sangrado nuevamente, pues el suelo del lugar ha sido revestido con cristales que cortan con facilidad la carne de sus pies. Sin embargo, sabe que ante él se alza la oportunidad de llegar hasta la cima y cambiar su infortunio por un mejor pasar, un nuevo destino escrito con sus propias manos.

En su avance, con cada paso siente el dolor de caminar tan solo para acercarse hasta las filosas piedras que deberá escalar, sabiendo que es aquel el precio que siempre estuvo dispuesto a pagar por volver a sentir aquello que sueña desde que dejó su hogar para huir de su triste final. Entre lágrimas siente como el eterno amor de su madre le espera y le da la fuerza para encontrar una honorable muerte o una vida junto a ella.

Ha contado cada noche las estrellas que su madre le enseñó a identificar, y hoy las mismas le acompañan como lejanas espectadoras de cada verdad que ha comprendido en el camino, pero aún le falta la favorita de su madre, aquella que ilumina el cielo tanto como si de la luna se tratase, esa estrella que brilla incluso en el amanecer.

Entonces, por un instante, mira sus manos con aires de temer una última vez, observándolas heridas y sucias, pero dispuestas con firmeza a sujetar cada roca que amenaza con abrir su carne, pues le han sido fieles para abrirse paso entre bosques y piedras para llegar hasta aquí. Es así cómo mira también a su alrededor, queriendo temer lo suficiente como para poder dar marcha atrás y buscar un nuevo camino, pensando en arrepentirse tan solo una vez, pero su amor siempre ha sabido sobreponerse al temor y al hambre que sufre incluso ahora.

Sin pensarlo, salta con fuerza mientras se sujeta de una grieta con dificultad, pues ha comenzado su angustioso ascenso hacia la redención y la promesa de una nueva vida.

De pronto, como una maliciosa lluvia, una tras otra caen sobre él las rocas que se desprenden de lo más alto del muro, hiriendo su cuerpo con duros golpes. Gotas de sangre recorren su rostro y caen para pintar cada lugar que pudiese servirle de apoyo, dificultando su ascenso al volver resbaladiza la escarpada cornisa de afiladas piedras y cristales de cuarzo. A poco andar, siente como en un solo momento un repentino dolor se apodera de su cuerpo: ha resbalado y caído sobre un pequeño borde puntiagudo, sintiendo el calor de su sangre, pues comparte ahora su pierna derecha con un trozo de roca que se ha incrustado en ella tras la caída, mientras las lágrimas que recorren su rostro pronto se funden con la sangre que también lo recorre.

Después de tanto, sus fuerzas no son muchas, pues el hambre y la sed han causado estragos en su ya marchito y joven cuerpo.

Piensa en aquello que tiene por delante, apenas si ha logrado escalar una pequeña fracción del muro y cada metro que se ve le ofrece tener aún más peligros y dificultades por sortear. Pasados unos segundos, observa su pierna, la roca le ayuda a detener lo que pudiera ser una herida que acabase con su vida, por lo que no pierde tiempo en rasgar lo poco que aún le queda de vestidura y, con tanto dolor como jamás ha sentido, envuelve con fuerza la herida para sujetarla y así poder continuar.

Poco a poco el frío de la noche es opacado por los gritos y gemidos de uno que no ha de rendirse ante el dolor.

Cada tropiezo trae consigo un nuevo alarido y una nueva lágrima, pues algunos bordes abren heridas y llagas en sus manos que se han teñido casi por completo con el rojo de su sangre que también pinta cada lábil borde y grieta.

A pesar de todo, con el correr de las horas, uno a uno van quedando atrás los abrojos del camino al que se aferra.

Ya avanzado el tiempo que tiene en el muro, ha comenzado a vislumbrar un borde muy distinto de los demás. En su interior puede oír el latir de su propia vida mientras la luna pierde poco a poco su luz con la cercanía del albor de la mañana. Pronto se irá la oscuridad y el cielo será suyo. Poco falta; tan solo un pequeño impulso y ya está.

Ni el dolor, ni su sangre, ni aún el miedo, le sumirán en desaliento; pues en su oscura lid ha visto por fin la luz.

Creció siempre escuchando que hay que vivir con los pies en el suelo y no arriesgarse por un ideal o una vaga promesa de algo mejor, pero su lucha por fin le ha traído hasta el final del camino, a la promesa de un nuevo amanecer siendo libre, y así es que se encontró sentado por fin en el final de este maldito lugar, queriendo recordar que no hay ningún "por qué" para olvidar los sueños.

Piensa entonces cómo algunas cosas se van, pero el corazón no olvida, y su joven corazón jamás podrá olvidar como le es tan difícil ir hacia adelante cuando tanto de su alma se ha quedado entre las piedras del camino que le ha traído hasta aquí. Tan solo tiene de consuelo, al recordar el calor de los brazos de una que está tan lejos y algunos momentos que arrastran una lágrima consigo.

Entonces, al haber llegado por fin a la cima, se arrodilla para llorar en silencio, pues observa ante sus ojos la luz de aquel que sostiene el libro que cuenta su historia.

Ha dejado en el camino su alma y su luz, su destino y su guía, pues casi deja atrás el anhelo de volver a su hogar; casi ha llegado a huir de aquello que tanto buscó cuando sus pies volvieron a sangrar ante la inclemencia del camino.

Por fin ha llegado.

Siente como una leve brisa acaricia su cabello con gentileza, casi como si le amase, al tiempo que su cuerpo se estremece por el frío aliento de una voz que pareciera nacer desde los rincones que permanecen perdidos entre los árboles, aún cuando aquel ente de luz permanece inmóvil frente a él. Entonces, de pronto y producto del eco que surge con las palabras, poco puede sentir del viento y el sonido del arroyo que corre unos metros más allá, pues la voz de aquel aliento perdido desde la creación opaca incluso su propia luz.




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