La jaula de oro

CAPÍTULO TERCERO pte.1 - La jaula de oro

El amanecer le conoce, pues cada haz de luz que se filtra, raudo e imperceptible, le habla e invita a conocerle también para perderse, pues en su cautiverio solo ha sabido del dulce beso que la luna da a su alma cada noche al haber despreciado el día con el fin de poder vivir desde el otro lado mientras duerme. Sé bien que le conoce, pues le vio llorar desde aquel fugaz momento que fue el primero en este mundo. Sin embargo, no sabe del santo color que el alba trae con su manto dorado y rojizo, pues un amor que le privó con inocencia, es aquel el único mal y pecado que no se le puede atribuir a Judas, al permitirle vivir cada noche y cada mañana sumido en sus sueños y anhelos, al no despertarle en cuanto se alzaba el alba como a sus hermanos; al permitirle ser único en los brazos de una madre que ya no está.

Sé que teme y guarda, oculto incluso para mí, alguna lágrima que se niega a nacer ante lo que pueda venir tras la mañana. Guarda, quizás, una parte de su alma o una lágrima distinta a aquellas que aún permanecen en su rostro, lágrimas que nacieron desde el dolor y la desesperación que, como nunca, se ha negado en volver a sentir desde el final de esta última noche, fijando su mirada en el metal inerte que limita su mundo.

Tengo tiempo, apenas yo he de saber que se esconde sobre este lugar entre gritos que no se oyeron sino hasta hoy y que traen consigo un olor que nace desde la humedad; un olor que desciende junto con el polvo de mil temblores que nacen también desde su frágil techumbre para llegar hasta él. Aquello le es tan familiar como el dolor que tiñe su vida: es el olor de la sangre y la muerte de algún inocente.

Así mueren los minutos, como en cualquier otro día, y, con cada uno de aquellos que se van recorriendo el camino del tiempo, aquella paz que él decidió cambiar por la libertad que le dieron los bosques y praderas, se desvanece ahogada por más gritos que se alzan desde algún lugar sobre su prisión.

Le observo, pues permanece paciente y confundido, y en silencio temo desde hace unas horas lo que ha de venir. Quisiera poder liberar también aquellas lágrimas que mantengo en una prisión de falsedad, pues debo darle aliento en aquel tiempo que pronto ha de llegar.

Debo ocultar mi propio temor.

Pero sin más, como un balde de agua fría, rompe aquel silencio que me mantiene en una injusta serenidad mientras no aparta su mirada de los barrotes que se yerguen frente a él.

Una inoportuna epifanía ha sacudido su alma.

— Es una forma curiosa de conocer la bondad del mundo ¿No lo crees?

Es curioso, razón hay en tus palabras, amigo mío. Una bondad que, ni aún en aquellos lugares que visitas cada vez que cierras tus ojos, has conocido. Una que te fue privada por amor.

— Aun así temo, pues no sé si podré volver a ver este color que avanza lentamente por lo que es mi lecho.

Sé que has de referirte al color de la mañana, mi querido Caín.

Teme si quieres, pero cuando vuelvas a recorrer los húmedos bosques que se esconden tras tus ojos, acuérdate de este temor y no regreses jamás. Pues ¿Quién ha de querer hiel si puede gozar de las bondades y el aroma de la propia miel? Busca, cuando vuelvas a caminar por aquellas praderas interminables, mil rincones desde los cuales nacen las voces que te invitan a permanecer en libertad y huye, para que aquella sea también la paz que aquí tienes; aquella paz que solo te es arrebatada por la búsqueda que aún empeñas en el amor de una madre que se encuentra muy lejos de ti. Puedes volver a las montañas y recorrer allí mil lugares y esquinas donde el viento te salude mientras disfrutas por siempre de las bondades y colores de la tierra para jamás volver a pisar esta jaula, sea real o no.

Vuelve a los bosques que te vieron por primera vez y escucha la voz de los árboles que te arroparon cuando la lluvia amenazó con hacer menguar la salud que mantiene tu vida, pues poco hemos de conocer en este mundo con lo fugaz de nuestro aliento, pero los robles respiran mil veces antes de perecer y, en su largo tiempo, han de conocer la tierra con cada uno de sus rincones y maravillas. Escucha la voz de aquellos que son desoídos por tu madre y sus semejantes, los hombres, y aprende lo suficiente como para elegir no volver a este lugar de mal habida paz, pues sabes, en el fondo de tu corazón, que los gritos nacidos sobre tu techo esperan también por ti y extinguirán, en cualquier instante, esta calma que te guarda dentro de tu prisión.

Vuelve a la libertad y, cuando por fin llegues allá, llévame contigo. Estoy listo para acompañarte.

— Sé que temes; yo también.

Temo cada día por revelar a tu corazón aquello que sé.

— Tengo miedo...

Y yo.

Es hoy cuando tu libertad, aquella que es acompañada por una persecución y un odio que augura muerte, me parece más valedera que esta paz encerrada.

Solo calla, intenta descansar y cerrar tus ojos. Vuelve al amor de los bosques mientras la mañana comienza a madurar.

Respira y huele, deja atrás aquel temor que trae consigo la humedad y graba en tu memoria este lugar para jamás volver, te lo imploro. Observa como las sombras retroceden ante un color tan similar al fuego, pero con la bondad que da la vida y el confort que trae a nuestras almas. Piérdete entre sus colores y guárdalos entre tus ojos y tus sueños, pues, con ello, guardarás por siempre aquello que no tenías en tus días: su amanecer.




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