La jaula de oro

CAPÍTULO TERCERO pte.2 - La jaula de oro

Lenta ha muerto por fin la mañana, perdiendo poco a poco su luz y dando paso al medio día, mientras el cruel sonido del látigo se ha sumado a los ecos que recorren los pasillos y entristecen mi corazón.

En mi impotencia, a lo lejos, solo me queda decirte que poco ya queda de tu dolor, pues, lavarán tus heridas, mi dulce amigo, para hacerte creer que todo ha terminado. Será entonces cuando nacerá el fuego a tu alrededor, traído por las manos que lavaron tus heridas. Será entonces el final de tu tormento y el principio de una agonía que el fuego traerá consigo cuando poco a poco arrebate de ti el aire que da vida a tu ser y traiga la desesperación de luchar por tu vida.

Entonces, tras un rato de gritos de dolor de parte de uno y risas macabras de parte de otros, pronto el silencio se apodera de los pasillos y la brisa vuelve a filtrarse por el hueco de la ventana, bailando entre los barrotes que han perdido ya el brillo que les dio el alba, para recorrer suave y lenta el camino que le lleve hasta donde un joven doncel llora en silencio mientras, ahora, lavan sus heridas y quitan la sangre que ha teñido su piel; mas su dolor aún vive con fuerza en cada llaga, cada herida y cada marca que ha dejado el correr del tiempo y el paso del acero por su cuerpo. Con su baile me invita a acompañar su camino cuando acaricia mis cabellos y alguna espiga que levanta del que fuera el lecho de uno que ahora sufre en la oscuridad. Le siento empujar con suavidad mi cuerpo para que recorra yo también los pasillos en silencio y acuda a consolar a uno que dio paz a mi corazón las noches que estas semanas han traído a mi existencia.

Tras unos minutos, un débil susurro llega gentil y recorre otra vez cada cabello desde su rabo hasta su frente, mientras el frío se filtra en cada herida que ha dejado de sangrar. Siente el latir de su corazón mientras la oscuridad aún le rodea y un momento de silencio cubre al mundo. Siente en su rostro, en el lugar que son el final de sus ojos, un triste y húmedo camino que ha dejado cada lágrima cuando se seca al morir. Le recuerda los días en que el temor que su joven corazón sintió fue calmado por el calor que su madre le brindaba con cada abrazo y, con amor, enjugaba sus lágrimas para darle una nueva paz.

Pero, poco dura aquel silencio, pues tras la puerta, al final del pasillo, vuelve a rugir la multitud ante la voz de uno que les alienta. Calan profundo las palabras en su corazón, pues, junto a ellas, se ve reflejado el odio y el desprecio que cada alma entre esos miles siente por la vida de aquellos que son desoídos e ignorados por ser diferentes, por ser inferiores ante sus ojos.

Oye con temor como la voz de aquel que se distingue entre todos, les invita a adular sin rodeos a un verdugo desconocido, uno que se nutre y pavonea entre rosas rojas que son contadas con algarabía y poder, un poder que solo augura muerte y se viste con dorados atavíos mientras porta un rojo capote que oculta en su interior una espada.

Tras él, tras los maderos y cuerdas que aún le inmovilizan para ser sofocado por el fuego que se alza muy cerca a su alrededor, oye como entre los pasillos y las incontables piedras que se pierden en la oscuridad resuenan ahora los ecos de un lento caminar. Son pasos que se acercan desde las sombras acompañando a la brisa que da su frío como alivio ante las inclementes llamas mientras aparta también un poco del humo que amenaza con robar su aire.

Son lentos, pero constantes, los pasos que se aproximan junto con la brisa.

No puede huir del humo, tampoco puede refugiarse ante el temor que han traído a su alma con mil heridas y oscuridad, y, ahora, teme ante aquello que pareciera acecharle con lentitud desde las sombras sin poder huir. Poco ha sido el tiempo que ha pasado desde que su lecho le ha despedido entre el oro del alba, pero ya desea acabar con este día y volver a correr entre los prados cuando sus ojos por fin se hayan caído y no quieran abrirse otra vez, aún cuando sea una mentira. Es ahora cuando su temor y su dolor le reprochan el haber desobedecido la voz de su amigo y los mil ecos que le invitaron a dejar este lado de su realidad y perderse en sus recuerdos para ser libre en los bosques que se alzan recios desde el otro lado de sus ojos.

No busca consuelo, pues sabe que aquel que le acompañó en los días que contaron su dolor ha decidido permanecer en lo que fue su lecho y, con ello, evitar sufrir también con cada herida y gota de sangre que se perdiese ante sus ojos. Sin embargo, teme.

Oye a la multitud y extraña los momentos de silencio que le acogieron.

Oye y teme aquello que se pierde entre los rincones, pues, ya sea desde lo alto, allí donde nacen las miles de voces y cánticos eufóricos, o desde la oscuridad de donde le acecha un lento caminar que se pierde en los incontables adoquines; nada trae más temor a su joven corazón que aquello que se esconde al final del pasillo, al final de aquel lugar oculto en el cual ha nacido el dolor de la muerte de alguno que cruzó también hasta llegar a la luz. Es así como la oscuridad trae a su vida un incómodo pavor.

Entonces, mientras el humo poco a poco llena el lugar, incluso hasta la oscuridad comienza a perderse en el color rojizo que el fuego proyecta en las paredes, pues ya no solo amenaza con abrazar su piel mientras el calor trepa su cuerpo y le aflige, sino que ahora también a su alrededor se ha dejado caer el color de la muerte.

Así, cegado por la pesadez que hace arder sus ojos, ya no puede distinguir el pequeño dejo de luz que se proyecta desde el final, allí entre las que parecieran ser puertas. Pero, incansables y constantes, los ecos de aquellos pasos que una vez le acechaban desde las sombras ya no le acechan más, ya que, ahora han detenido su marcha tan solo a un metro de él, a la orilla del círculo que en llamas le contiene junto con cuerdas y vigas. Puede sentir la presencia de aquello que le observa desde el humo. Intenta voltear, pues el temor y la desesperación se mezclan rápido con el dolor que su cuerpo ha comenzado a sentir producto del calor que le abraza, pero teme aún más de aquello que se encuentra tras de sí, pues ha conocido la impiedad del hombre y ha sangrado por su mano. Teme que hayan vuelto a por él con más dolor que entregarle.




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