La jaula de oro

CAPÍTULO CUARTO - Esperanza

Mil voces se oyen desde el exterior, desde algún lugar que se pierde entre impacientes miradas, son voces que le llaman para presentarse ante ellas como si algún crimen hubiera de ser juzgado por un lugar que cobra vida con aquellas mil vidas. Les oye rugir, son muchos y de muchas formas distintas, unos son tan jóvenes como su propio ser, han sido corrompidos por las mentes de aquellos que han saciado su sed con la sangre que han derramado desde hace ya muchos años; distinguir sus jóvenes voces entre la multitud no le es tan complicado.

Observa con calma cada espacio entre las puertas que se presentan ante sus ojos, cada rincón por donde la luz intenta filtrarse mientras el polvo y algo de humo le contienen.

Los jalones y embestidas con las que los hombres le han acercado hasta este lugar, hasta el final de ese pasillo que pronto abrirá sus puertas ante los ojos de la multitud, han cesado y, con ello, llega hasta él una paz tan extraña como ninguna, una paz que no promete más que aquel momento que se presenta ahora; un momento de transición antes de que el infierno y la muerte sean desatados desde el otro lado.

Ahora, las voces y vítores de la multitud se confunden entre ellas por su gran número, se pierden entre las paredes y la masa que las acoge, pero, incluso al perderse a ratos entre ellas, detrás de las puertas que se presentan ante él, al final de este oscuro pasillo, distingue la voz de aquel que anima y exalta a la multitud desde que el alba había nacido; aquella voz que se oyó primero entre miles antes y después de que la sangre de algún inocente humedeciera la arena.

Teme, pues sabe que la soledad ha vuelto a ceñirse sobre su joven existencia y, junto con ella, la esperanza de una nueva vida en este lugar, en este mundo, de este lado de sus ojos, parece ser tan lejana como su propia conciencia. Pronto olvida aquello que conoció en la mañana, aquella verdad que escapa de su corazón mientras vuelven a él los sueños y rostros que conoció del otro lado de sus ojos. Se pierde en la desilusión, alquilando nuevas sonrisas que guardará para un nuevo comienzo.

Debe comprender aquella verdad que desea olvidar, una verdad que rompe también mi corazón y me aleja de su lado. Le siento en mi interior, con cada paso que doy mientras recorro este lugar le siento alejar de nuevo su mente para perderse entre sus recuerdos. Pronto abrirán las puertas y el sol iluminará su rostro mientras yo le observaré de entre la multitud.

Pronto será la hora que traerá consigo el comienzo del fin para un corazón perdido hace tiempo en una tierra maldita.

Entonces, una leve brisa desciende sobre el mundo acariciando el valle y los cabellos de quienes hoy somos la multitud. Unos y otros miran, y yo con ellos, con atención un lugar marcado por la muerte, justo en el único rincón que posee este coso: dos puertas de medio tamaño talladas a mano y pintadas hasta su mitad de un rojo opaco que esconden tras de sí una vida.

Tras los muchos maderos de aquel portón, desde el otro lado un dejo de locura y mucho temor hacen nacer la esperanza.

Desde de las gradas, miles de ojos observan por fin como las dos puertas se abren al tiempo que los gritos y la euforia se elevan desde cada boca; esperan ver cómo el coraje y el cólera de uno dan paso a su frenética marcha hacia el centro de la arena en donde se encuentra un solitario y decorado hermano de todos: el matador.

Gritan y maldicen, y con sus pies hacen temblar el lugar con la fuerza que les da su número mientras, desde la arena, se agita un capote y una muleta tan rojos como la sangre que vi brotar desde su cuerpo; un infame invita con cada vaivén una carrera y una embestida tan peligrosa como el amor de los hombres.

Esperan y claman por la sangre de uno que pronto ha de cruzar la arena ante sus ojos y flirtear en su última hora con la muerte mientras en su corazón se guarda la esperanza, como todos aquellos que han caído, de que su dolor y angustia pronto han de terminar si derrotan a un retorcido que solo pretende ganar en una guerra que ya ha ganado hace tiempo, pues, es uno y mil contra la soledad de aquel que pronto será bañado por última vez con el calor del sol. Esperan y escuchan como sus recuerdos les cuentan, tan solo en unos segundos, la historia que esperan ver repetirse: puertas abiertas y una bestia herida, asustada, intentando embestir y sobrevivir a uno que, sediento de orgullo y poder, acabará con la vida que la tierra le dio.

Pronto el lugar tiembla con más fuerza mientras solo se oyen insultos y maldiciones que nacen de entre miles mientras observan los pasos calmos de un ser que observa el azul del cielo.

El sol ilumina su rostro, recorriendo cada centímetro de su cuerpo que es abandonado por las sombras con cada paso que le aleja de las puertas ante la mirada del mundo. Ha salido de aquel hueco de insectos en el que le han escondido, aquel lugar y sus paredes manchadas que deja atrás con calma ante la decepcionada mirada de quienes esperaban ver correr a una eufórica y encolerizada bestia.

Tras sus ojos, en aquel rincón de su mente que nadie puede ver, el azul del cielo se mezcla con el rostro de su madre y mil campos llenos de cruces y bosques a los que desea volver. En la oscuridad y el humo, entre las voces y aquellos minutos de calma previa a la tormenta, ha olvidado por fin lo aprendido cuando el alba iluminó su celda, y en su porfía ha perdido por fin la certeza de cuál es su mundo, olvidando qué lado de sus ojos es aquel en el que su corazón puede ser sanado. Se ha perdido en los recuerdos y ha vuelto a creer que si su corazón ha de detenerse en este lugar, pronto despertará en las praderas desde las que retomará su viaje y llegará por fin a los brazos de su madre.




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