La jaula de oro

CAPÍTULO QUINTO pte.1 - El beso

Teme. Su dolor ya es una carga que su frágil y maltratado cuerpo no puede soportar, pues solo observa como a su alrededor miles de almas claman por ver la suya partir entre la sangre que brota desde sus heridas que, ahora, ya son suficientes como para que su temor le domine y comience a anhelar aquellos días en los que el calor de su madre le confortaba cuando su corazón era marchitado por el miedo y la angustia.

Teme, y sus lágrimas son ahora el mejor símbolo de ello al nacer desde lo profundo de su alma que se aferra por permanecer siquiera un minuto más antes de partir.

Le busca, jamás apartó su mirada de entre los miles que claman por su sangre.

Aquí, en la arena, no hay brisa que traiga hasta él aquel aroma que anhela sentir. Tristemente, solo le llegan dejos de una humedad alimentada con su propio sudor, un olor terrible que augura su propio final, uno que ya siente llegar con cada golpe, con cada grito y festejo de aquellos que le observan.

Desde lo alto, el sol le ciega cuando huye lento de su cruel verdugo, pues no teme de él, sino de morir sin antes ver por fin el rostro de su amada madre.

Al verle, me embarga también el temor, pues siento mil días llegar y cargarse sobre sus hombros con cada par de ojos que desecha en su búsqueda por encontrar aquellos verdes que ama.

Sufre, lo sé. Camina entre piedras y arena que no son más que los vestigios ancestrales de aquellos que también cayeron en este lugar de sombras agónicas y tristes.

¡Oh, cruel Dios de los desdichados! Mira a tu hijo que teme y llora lágrimas de sangre por un amor que tú le has arrebatado de forma cruel. Aún le busca entre la multitud. Aún anhela sentir su piel sabiendo que no será más que por última vez.

¡Ámale! ¡Te lo ordeno! Lo exijo en el nombre de aquellos que rogaron también por ver un dejo de tu voluntad ante su propio temor, un temor que pronto renegó de ti al presenciar tu nula respuesta y tu ausente favor.

Así, el valor pronto se acaba cuando la esperanza no es más real que una simple fantasía, como los sueños. Su valor, aquel que le dio fuerzas para matar a su hermano, le ha traído hoy hasta aquí. Se nos ha dado ese valor, pero se nos castiga cuando hemos de oír su voz, una voz que muchas veces nos resulta adversa y contraria, incluso, a nuestra propia vida.

Quisiera por fin revelar ante él todo aquello que me es revelado y contarle de aquello que sé que niega creer. Pero, como un cobarde, solo puedo observar cada golpe y cada herida, mientras camina torpe y errante levantando el polvo que no ha sido atrapado por su sangre, esa misma que humedece la arena que le abrazará para entrar finalmente en sus propios sueños y vagar en ellos ya sin dolor, ya sin angustias y sin un Dios que le abandone cuando su alma clama por piedad.

Pero, con todo, aún temo a aquel que no me oye. Quizás le he fallado en algún día en que la voluntad fue propia, o, tal vez, solo es el Dios de los hombres, a quienes también ha abandonado ante el terror de sus propios actos y la sangre que claman a diario en todo el mundo.

Tal vez lo sea, un Dios de hombres, un Dios casi tan humano como quienes claman por la sangre de aquel que busca entre ellos un dejo de esperanza que le sea traído por los ojos de quien le vio nacer: su madre. Aquella madre que le vendió conforme a la voluntad de un Dios de hombres.

Así, sin más, pienso.

Es de hombres, en efecto. Un Dios tan humano y deficiente como aquellos a quienes acusa de serlo también. Un Dios que condena un libre albedrío que ha dado en su "divinidad" como regalo a quienes perecen y caen por negarse a su voluntad. Un Dios que abandona a su suerte a quien clama por un amor en su hora final mientras despreocupa, incluso, su propia vida; un alma que ha renegado en parte la existencia de ese mismo Dios tan falente como los hombres que observan sedientos como la arena se humedece de a poco con la vida de a quien han llamado Caín.

¡Mírale! Clama ya desde hace largos minutos y no lucha. Busca entre la multitud a Judas, pues aún le ama, aún cree en su amor.

¡Apiádate de él, si realmente eres quien dices ser! Muéstrale el amor que le has arrebatado cuando negó tu voluntad y acabó con la vida de su propio hermano para proteger la de su madre.

¡Mírale! Su clamor ya es triste y su sangre le arranca poco a poco la vida. Niega ahora tu existencia, con justo sentir, mientras su corazón es ahora un trozo más en un cuerpo marchito que se desvanece ante tu "omnipotencia", una cualidad que malamente te ha sido otorgada por algún poder superior al tuyo. Solo pido, si en tu "divina" voluntad existe siquiera un dejo de compasión, que le permitas encontrar por última vez los ojos de aquella madre que tanto ha buscado; permítele morir habiendo encontrado por fin la paz y con ello, el camino hasta algún lugar ahora desconocido en donde su alma triste y marchita pueda descansar y olvidar esta tierra cruel, forjada por tu abandono y la maldad que has impuesto en los hombres conforme a tu semejanza. De su fe hemos de hablar luego, una fe que solo existe ya en mí y vive, al menos, aún cuando no encuentro siquiera razón de ello.

Ya pasado un tiempo, de pronto, ante los ojos de la gente clama ahora por su madre, rompiendo por fin con un silencio que ya le es pesado, mientras, desde la multitud vitorean y gozan ahora con cada gemido que huye cuando atraviesan su piel las frías hojas que le arrancan, una a una, un pedazo de su frágil vida; hojas frías que poco a poco le sumen en el olvido.




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