La jaula de oro

CAPÍTULO QUINTO pte.2 - El beso

Yo aquí, junto a ella recorro cada peldaño sin poder existir ante sus ojos, pues, existo no tan lejos en la arena. Existo junto a ella porque mi temor y mi tristeza dictaron la necesidad de mi existencia y quise existir para no estar solo entre aquellos muros y barrotes que contuvieron mi huida, una huida que encaminé entre sueños y la maldita esperanza en un mundo que permitió mi libertad a costa de mi propia realidad. He aquí que mi nombre es su nombre: Caín. Su paz es aquella que me dio la paz y trajo a mí aquello que inunda el corazón de los hombres y, como ellos han llamado a cada uno de los que somos, las bestias y los animales; que ven en ella una posibilidad que les alienta a continuar en su afanosa lucha por aquello que, de conseguirlo, atribuyen a un Dios sordo y ciego, cuando tan solo ha de ser una triste coincidencia, fruto de su perseverancia.

He nacido cuando la desolación rompió mi corazón dejando huir la paz, aquella que tan solo hoy he comprendido y él también. Nací sin ley o un Dios, sin esperanza y en completa soledad, mientras que, mi fe y mi ilusión dieron vida al que hoy sufre y sangra en la arena anhelando el encuentro con aquella que nos vendió sin piedad para llegar hasta este lugar de muerte y crueldad que llaman "plaza de toros"; aquella a quien he llamado Judas, y que nos ha traicionado y hoy camina junto a mí con aparente intención de redimir el triste mal que se cierne sobre el corazón de quien aún la espera: él, yo.

Tal vez, junto a estos pasos que pretenden un reencuentro entre mi ser, mi tristeza y su calor; por fin entreguen aquel amor que guardaron y alejaron de mi corazón para que traigan consigo el tinte que de color por fin a la gris realidad y forjen un nuevo camino a este, a mí, que sigue siendo el niño que, aún cuando su calor estuvo lejos del mío, la lleva grabada con sangre en su piel. Tal vez el fin del camino sea ese en el que todo cambie. Tal vez sea aquel en el que para unos nieva en sus cabellos tras una larga vida de amor y soledad o, para otros, sea el beso que la propia vida ha aplazado en su andar, aquel beso de un nuevo comienzo y un final.

Podría cavilar por tantos días como heridas se presentan antes mis ojos, los ojos de esta, mi madre, y los ojos de los miles que claman por mi sangre, pero en cada día arriesgo perder lo único que parece haber respondido aquel sordo omnipotente a quien he conocido como Dios.

Estoy solo, aún rodeado de miles y, ahora, tan solo a unos metros del amor y, quizás, mi salvación, y no sé qué camino elegir. El reloj y la soledad pueden escurrir por mi sonrisa y la nueva esperanza que he de tomar si elijo ello: puedo volver a sentir mientras poco a poco me hundo en sus ojos y vuelvo a ser parte de un solo ser que teme al desconcierto. Puedo escoger el camino del amor y la nueva vida aún cuando no se presenta ante mí más que el reencuentro con aquel calor que tanto he deseado. Puedo escoger aquello y languidecer por fin para caer en los brazos de lo desconocido mientras el dolor inunda los rincones de mi alma que no ha logrado alcanzar. Puedo elegir morir siendo aún de ella y, con ello, aventurar mi suerte a que de ella nazca mi nueva vida, que ella salve del mal a mi triste corazón y por fin el amor vuelva a ser parte de cada amanecer en mi porvenir.

Aún hay tiempo antes de que el reloj y mi corazón ya dispongan mi final. Aún puede salvarme si su amor es como el mío.

Pero, aún contra todo aquello que he querido, podría, tal vez, declinar en esta hora a su calor y guardar mis fuerzas para afrontar lo desconocido y, con ello, no sentir el dolor que cada estocada causa en mí. Podría, también, apartarme del borde de esta arena y correr contra mi verdugo para obligarlo a dar su última estocada, aquella que acabe con mi suplicio, pues mi cuerpo duele.

Pienso y quiero, pero sus ojos, mis ojos, aún delatan que el amor hacia ella no ha muerto y aún anhelan el dulce roce de su piel y el suave susurro de la vida.

Puedo, pienso en ello, dar presurosos los pasos que me restan por llegar hasta él y, con ello, volver a ser quien soy, volver a sentir dolor y amor para así también volver a sentir el aroma y el amor de mi madre. Podría perderme en cada uno de los blancos cabellos que se entretejen con los que aún conservan su tinte tan negro como la noche y, tan amables como aún se guardan en mi memoria, permitirles cubrir mis ojos ahora que tengo miedo, así como cada noche en la que el rugir del cielo espantaba mi calma y mi paz.

Podría volver a sentir aquello que durante mi delirio no estuvo conmigo y perderme en aquel mundo de grandes árboles e incontables días de libertad. Podría negarme a luchar por lo que resta de mi vida y tan solo partir entre el dulce aroma de su piel y el temor de no saber si ha de esperarme también del otro lado de mis ojos cuando, por fin, parta de esta que es mi realidad.

Podría dormir ahora, pero quiero vivir.

— Lo sé, también yo.

Jamás quise herirte, ni a mí. Me siento solo, aún puedo oírte, y solo tú, yo, puedes acompañarme y ser mi amigo para limpiar el dolor de mi alma y sentir aquello que se esconde muy dentro de nuestro corazón.

Puedo oírte y sentir que tu voz, aquella que no es más que un triste gemido para estos miles e, incluso, para ella, nuestra madre; golpea las paredes de mí corazón que ya solo son piedras y no una roca entera, pues se ha roto con tu dolor.

Sé también, que tu triste bramido refleja aquella parte de mi alma que se ha negado a dejar de luchar, aquella que ha guardado el amor de su Dios y de su madre, aún siendo yo aquel que negó y encaró al primero y dejó todo registro del amor que ella brindó a nuestra joven existencia.




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