La joven que acierta:proezas de una heroina naciente

? Capítulo 1 – Donde Libre Yo Soy

En un rincón olvidado del reino de Aesthark, más allá de las colinas donde los vientos susurran viejas canciones en lenguas que ya nadie recuerda, y el trigo se mece cual si danzase con los cielos, erguíase un molino solitario. No aparecía en los mapas de los sabios ni en las canciones de los bardos. Ningún caminante hablaba de él, y sin embargo, era real: un refugio de piedra y pan, donde moraba una niña que el mundo había dejado atrás... para que el destino pudiera hallarla.

Su nombre era Lyrien.

Sus cabellos caían como rayos de sol filtrados entre hojas de laurel, y su mirar era sereno, como la luna que reposa sobre un lago sin viento. Contaba apenas dieciséis inviernos, y su corazón era puro, no porque la vida le hubiese sido benévola, sino porque el dolor aún no había alcanzado su alma.

Desconocía el rugido de las guerras y la sombra de las maldiciones. Nunca había sentido el abrazo de una madre, ni escuchado las promesas de un padre. Fue dejada a la entrada del molino, envuelta en harapos, como si fuese pensamiento olvidado por aquellos que sólo amaban el oro ajeno y el vino amargo.

Mas no fue ignorada.

Hazel Rodas, panadero de oficio y sabio desterrado de la gran ciudad por razones que Lyrien jamás llegó a comprender, la halló entre el trigo. Él, que había conocido la traición de los hombres y la crueldad de los tronos, vio en la niña una chispa que el mundo había perdido.

Le enseñó a respetar la harina como quien reverencia a la tierra, a saludar a los árboles como viejos amigos, y a agradecer a la lluvia como si fuese dádiva de los cielos. Bajo su tutela, Lyrien aprendió que el mundo no está para ser conquistado... sino cuidado.

Aquella mañana, el maestro panadero había partido con su carreta hacia el mercado, llevando dulces y hogazas, y prometió retornar antes del crepúsculo. Lyrien quedó sola en el molino, como tantas veces. Mas aquel día, algo cambió. Una brisa nueva le habló sin voz. Una intuición —profunda como los bosques antiguos— la llevó a caminar entre los trigales hasta el linde del bosque, donde los caminos se retuercen como raíces, y el silencio tiene peso y nombre.

El sol había trepado alto en el cielo, derramando su luz dorada sobre los campos y el molino como si los bendijera en silencio. El día, en apariencia, no ofrecía presagio alguno de cambio. Y sin embargo, el destino rara vez avisa su llegada.

Lyrien, dejada a solas en aquel santuario de piedra y trigo, sintió que el aire traía algo distinto. No era el aroma del pan ni el canto del mirlo. Era otra cosa. Un susurro en la brisa. Un eco que no pertenecía a este tiempo.

Con pasos lentos, como guiada por una memoria que no era suya, atravesó el campo hasta hallar el borde del bosque. Aquel bosque... vasto, inmemorial, donde las ramas parecían formar arcos de antiguos templos y las sombras susurraban nombres que nadie recordaba.

No por temor, sino por una calma profunda, entró en su espesura. Sus manos rozaban cortezas con reverencia, y su voz, apenas un murmullo, hablaba a las flores como si fueran amigas. Jugaba con hojas, recogía piedras con formas extrañas y contaba cuentos al musgo. Todo era juego, hasta que la armonía se quebró.

Un aullido.

No fue rugido de fiera ni chillido de ave. Fue un grito atravesado por el dolor, como si el bosque mismo llorara.

Lyrien se detuvo. Su aliento quedó suspendido.

Allí, entre los helechos y los velos de niebla que se alzaban entre los troncos, le miraba un ser que no era ni bestia ni fábula.

Tenía el cuerpo de un perro, o algo parecido, mas su piel estaba cubierta de escamas que reflejaban la luz como el lomo de un pez. Su cola, larga y reptiliana, se movía con una inteligencia inquietante, y sus ojos —oscuros, vastos, tristes— la miraban sin odio, pero con una desconfianza salvaje.

El corazón de la joven tamborileó en su pecho. Quiso retroceder, mas sus pies se negaban a moverse.

La criatura gruñó. Lenta, dolorosamente.

Entonces lo vio.

Una trampa. Hierro antiguo, cruel, oxidado por los años pero aún despiadado. Atrapaba su pata trasera, y la sangre se mezclaba con la tierra como vino derramado en una ofrenda amarga.

El ser no comprendía que la muchacha quería ayudar. Cuando ella se acercó, movida más por compasión que por razón, el dolor habló por la bestia. Un mordisco feroz, instintivo, desgarró su brazo. Lyrien cayó hacia atrás, gritando. La sangre manó, cálida, rápida, como una flor que se abre en rojo.

Mas en los ojos de la criatura no había furia.

Había miedo. Había soledad. Había un antiguo pesar.

—Tranquilo... —susurró Lyrien, con la voz quebrada, como si cantara a un niño asustado en la noche—. Yo no quiero hacerte daño...

Sus pequeñas manos, manchadas de sangre y barro, se aferraron a los hierros crueles. Con cada intento por abrirlos, una lágrima. Con cada jadeo, una plegaria muda. Y el bosque, silencioso, parecía mirar.

Finalmente, con un chasquido lastimero, el metal cedió.

La criatura quedó libre.

Lyrien sonrió, breve como un sol poniente, y luego cayó sobre la hierba. El bosque volvió al silencio, como si aguardara el juicio de los días por venir.

Hazel Rozel retornó al molino con los últimos ecos del día, cuando el sol comenzaba a besar el horizonte con su fuego declinante. Los bueyes de la carreta resoplaban con fatiga, y el aroma del pan vendido aún flotaba en su ropa como un recuerdo cálido.

Mas al cruzar el umbral, supo al instante que algo andaba mal.

La mesa estaba intacta. Las hogazas sin tocar. El horno, frío. Pero fue la ausencia del canto de Lyrien —esa tonada suave que siempre tarareaba sin pensar— lo que quebró su paz.

Llamó su nombre una vez.

Luego dos.

Al tercero, su voz se quebró.

El viejo panadero no perdió tiempo. Corrió campo a través con una velocidad que no recordaba desde sus días de juventud. Gritaba, y cada grito era como el rugido de un padre al que los dioses estaban a punto de arrebatarle lo único sagrado.




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