El sol, ya rendido ante el horizonte, se retiraba entre las colinas como un viejo rey, tiñendo el cielo con tonalidades de naranja profundo y violetas suaves, como si los mismos colores del atardecer se hubieran desvanecido en las últimas brasas de un fuego lejano. En el molino, el aire cargado del dulce aroma del pan recién horneado se mezclaba con el perfume de las flores silvestres que se agazapaban en los campos cercanos. Lyrien y Kael, inseparables como la luna y sus estrellas, corrían por los pastizales, mientras Hazel, la madre de la niña y el pilar de aquel hogar, preparaba con esmero una sopa de raíces y hierbas, tarareando una melodía antigua, olvidada en los rincones del tiempo. La canción hablaba de barcos errantes, fuegos indomables y bailes perdidos bajo la lluvia.
La tranquilidad de la tarde, sin embargo, fue quebrada de manera brusca cuando unos golpeteos graves resonaron contra la puerta, sacudiendo la madera con la fuerza de un viento ansioso y furioso.
Hazel se detuvo en su tarea, su cuchara suspendida en el aire, los ojos entrecerrados con el ceño fruncido.
—¿Quién...? —murmuró, aunque la respuesta era clara en su mente: nadie venía hasta allí, y menos con buenas intenciones.
El sonido de la puerta abriéndose resonó como un quejido profundo. En el umbral, se alzaban tres figuras, cubiertas de polvo, barro y la oscura huella de sangre vieja, la cual ya comenzaba a enrojecer las sombras que caían sobre ellos.
El primero de ellos, Zak, casi se desplomó al llegar, su cabello rojo pegado por el sudor, la espada que llevaba colgando de su lado izquierdo como una carga que ya no podía soportar. Su armadura de cuero y placas metálicas mostraba los signos de haber sido rasgada por algo mucho más feroz que una simple espada. Las marcas de garras o espinas que lo habían alcanzado brillaban en el débil resplandor del atardecer.
—P-por favor... ayuda... —murmuró, su voz quebrada, antes de caer de rodillas, agotado por el esfuerzo.
Detrás de él, Lucii, tan etérea como las leyendas que hablaban de las estrellas perdidas, se mantenía en pie con dificultad. Su vestido azul estaba manchado de tierra, sus manos temblorosas sujetaban un bastón de madera retorcida que parecía haber sido forjado en los bosques más oscuros. Su bolso, abierto, dejaba ver viales de cristal rotos y mapas arrugados que hablaban de viajes y secretos olvidados. Su cabello azul, casi negro, ondeaba con un susurro, como si estuviera vivo, desafiando la quietud de la tarde.
El tercero, Lushan, un elfo cuya presencia era tan serena como el silencio de los bosques antiguos, se mantenía erguido, su rostro grave, aunque el brazo izquierdo sangraba por una herida profunda. Su mirada dorada no parecía reflejar el dolor, sino una alerta constante, como si pudiese ver más allá de la carne y la piel, como si viera el alma misma de quienes lo rodeaban.
—Déjanos entrar —dijo el elfo, su voz suave pero firme como el viento que sopla en las montañas—. Solo necesitamos un refugio seguro para pasar la noche.
Hazel los observó, su mirada tan dura como el hierro forjado. No dijo nada por un momento, simplemente suspiró.
—Entren... —dijo finalmente, con una leve sonrisa en sus labios—, pero si alguno de ustedes empieza a brillar, invocar sombras o flotar mientras duerme, los echo al río. Entendido?
Zak alzó la mirada, desconcertado.
—¿Era... una amenaza?
—No —respondió Hazel con un tono de broma irónica—. Era un chiste. Intento ser hospitalario. Entren antes de que me arrepienta.
Lyrien, al ver la llegada del grupo, corrió hacia ellos como una ráfaga, los ojos grandes de preocupación al notar las heridas que cubrían sus cuerpos.
—¡¿Qué ha sucedido?! ¡Están... están heridos!
—Tuvimos un pequeño encuentro en el Valle de los Susurros... —respondió Lucii, su voz temblorosa, mientras se dejaba caer sobre una silla con esfuerzo—. Fue más de lo que esperábamos.
Lyrien, sin perder tiempo, corrió a buscar toallas y agua caliente. Kael, el perro de cola de lagarto, olió el aire con desconfianza, agazapándose bajo la mesa y gruñendo bajo su aliento al ver a Lushan.
—Tu criatura tiene buen instinto —observó el elfo, manteniendo los ojos fijos en el animal—. No suele equivocarse.
—¡Kael no es una criatura! ¡Es mi amigo! —respondió Lyrien, cruzándose de brazos con firmeza.
—Y muerde, por si no lo recuerdas —añadió Hazel con voz entrecortada, señalando con una cuchara al brazo de su hija.
Lyrien, mientras atendía a Zak, se giró hacia él.
—¿Tienes tú también un amigo animal? —preguntó con curiosidad.
Zak soltó una risa áspera, pero cálida.
—Tenía un caballo. Pero... bueno. No creo que haya sobrevivido al derrumbe.
—Oh... lo siento. ¿Cómo se llamaba?
—Tirón. Siempre corria hacia donde no debía.
—¡Kael también hace eso! —dijo Lyrien, con una risa ligera—. ¡Una vez se metió en el horno!
—¡¿Qué?! —exclamó Hazel, girándose de golpe hacia su hija—. ¡¿Ese era el extraño ruido de hace dos noches?! ¡Pensé que eran los ratones mágicos otra vez!
—Nooo... Kael solo tenía frío. Le gustaba el calorcito...
Lucii observaba el intercambio con una expresión distante, pero al final sus ojos se posaron sobre Lyrien, como si viera algo que los demás no podían comprender.
—Tú no deberías estar aquí.
El tono de la maga era suave, pero las palabras cayeron como una sombra sobre la habitación. Todos se detuvieron, incluso Kael, que había dejado de moverse, como si comprendiera la gravedad de lo dicho.
—¿Cómo... dices? —preguntó Lyrien, su voz temblando ante la extraña sensación que le invadía.
—No me malinterpretes —respondió Lucii con suavidad—. Este lugar... no puede contener lo que eres. Ni lo que serás. Tus raíces están aquí, pero tus alas... están en otro lado.
Hazel frunció el ceño, sus ojos centelleando con un brillo protector.
—No empieces con tus profecías, maga. Ella es solo una niña.