Pasaron los días, y la calma descendió, lenta pero segura, sobre el viejo molino, como un manto de niebla tras la tormenta. Las mañanas eran claras, doradas como la miel nueva, y en el aire danzaba el aroma del pan recién horneado, llevado por la brisa entre los campos donde el trigo se mecía como un mar tranquilo. Los grillos cantaban de nuevo, sin temor, como si el mundo les hubiese devuelto el derecho a la alegría.
Mas Lyrien ya no se acercaba tanto a la cocina.
Pasaba las horas en los pastizales altos, donde las flores silvestres crecían libres y los cielos se extendían sin fin. Allí, sentada junto a Kael —su fiel compañero de escamas y mirada antigua— se ocultaba tras un montículo cubierto de tréboles, desde donde contemplaba.
No lejos de allí, los tres jóvenes forasteros entrenaban.
Zak, cuya espada brillaba bajo el sol como si aún llevase el fuego del herrero, danzaba con torpeza y pasión. Su cabello rojo ardía como brasas vivas, y cada uno de sus giros era menos una técnica que un estallido del corazón.
Lyrien lo miraba, como quien observa una estrella fugaz: sin entender del todo, pero sintiendo que algo de ella viajaba con él.
Sus mejillas se encendían, como el horno del molino al despuntar el alba.
—¿Lo hago mal, Kael? —musitaba, mientras sus dedos se perdían en el pelaje escamoso de su compañero.
Kael alzaba los ojos, sin juicio ni burla, y en ellos vivía una sabiduría que los hombres rara vez notan en las criaturas del mundo.
Y entonces, sin cesar en su entrenamiento, Zak volvió el rostro y la miró. Alzó una mano en saludo, y le regaló una sonrisa que parecía surgir del mismo sol.
Lyrien se petrificó. Luego bajó la cabeza con el rostro encendido como llama de hogar.
—¡Ahh! ¡Me ha visto! ¡Kael, me ha visto! —susurró, enterrando el rostro entre los tallos altos—. ¡Qué vergüenza…!
Mas no estaban solos en su escondite ni en sus pensamientos.
Lucii, la joven del bastón y del fuego contenido, había visto el cruce de miradas. Sus ojos se oscurecieron, y sus dedos se cerraron con más fuerza en torno a la madera encantada, como si la misma tierra hubiese hablado algo que ella no deseaba oír.
Y cuando el entrenamiento concluyó, los tres viajeros se sentaron en círculo, como lo hacen los sabios ante el fuego, aunque su sabiduría aún no se hubiera ganado del todo. Las palabras comenzaron a elevarse, más firmes que antes, teñidas de decisión y de destino.
—No podemos permanecer aquí por siempre, —dijo Lucii, su voz clara como cristal golpeado por el viento—. Aquella sombra que mora en el Valle no será domada por el paso de los días. ¡Nuestra mision es mayor que nosotros!
Zak se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano, y habló con calma.
—Aún no es tiempo. Lushan permanece herido, y no puede alzar su espada.
—Se curará. Siempre lo hace —replicó Lucii, y su voz se quebró, aunque no cedió—. Y yo… yo no soportaré otro día viéndote… desperdiciar tus sonrisas en niñas que no comprenden este mundo.
Zak alzó una ceja, como sorprendido por el filo de sus palabras.
—¿Es eso celos… o crueldad disfrazada?
Lucii desvió la mirada. Su semblante era una tormenta contenida.
—No sabe lo que hacemos. No sabe por qué luchamos. Ella… solo sueña.
Y fue entonces que Lushan, de cabellos oscuros como las sombras del bosque, habló. Estaba apoyado contra el tronco de un fresno, los brazos cruzados y el juicio en su voz.
—Y no ha de saberlo. Esa niña es blanda como el pan del horno, sin filo ni escudo. No tiene lugar entre los que enfrentan la oscuridad. Es carga… y carga innecesaria.
Entonces pasaron dos días.
Las heridas sanaron. Las mochilas se colmaron. Las armas fueron templadas y envueltas en telas suaves, como quienes se preparan no solo para el viaje, sino para el recuerdo.
Y llegó el momento.
Frente al molino, en la primera luz del alba, los tres se alistaron para partir.
—Gracias por todo, viejo. —dijo Zak, dirigiéndose a Hazel, el molinero de espaldas fuertes y ojos duros como piedra de río—. No olvidaré vuestra hospitalidad.
Hazel asintió. Sus labios eran una línea recta, pero sus ojos hablaban de un afecto que no se mostraba con palabras.
Lucii se volvió una última vez hacia la casa.
—Deberíamos llevarla. —murmuró, más para sí que para los demás—. Tiene algo… algo distinto. Aunque aún no lo sepa.
—No. —respondió Zak con voz firme, como una campana que marca el fin de un juicio—. Lyrien no tiene parte en esto. No ha de cargar con nuestras sombras.
—¡No entiendes! —exclamó Lucii—. ¡Siempre proteges a los débiles! ¿Qué esperas que logre quedándose aquí, entre panes y perros?
Lushan se adelantó, clavando la mirada en una ventana cerrada, tras la cual quizás alguien escuchaba.
—No lograría nada. Aunque viniera, solo lloraría. Ella y su lagarto domesticado no son más que una broma del destino. No son parte de la historia.
Y entonces sucedió.
CRACK.
El sonido fue seco, como una rama quebrada por el peso de la nieve. El puñetazo de Hazel fue certero, impulsado por la furia del padre y la dignidad ultrajada. Lushan cayó de rodillas, y por un instante, el bosque guardó silencio.
—¡No te atrevas! —rugió Hazel, con el rostro encendido por la ira—. ¡No vuelvas a hablar de mi hija como si fuera polvo bajo tus botas!
Lucii gritó su nombre. Lushan no respondió.
Hazel señaló el bosque con su brazo extendido, como un árbol que se niega a caer.
—¡Fuera de mi tierra! Los tres. Antes de que olvide el pan que les di y los deje en manos de la noche.
Zak se acercó, pesaroso, como quien lamenta una guerra que no ha querido luchar.
Sacó de su bolsa una pequeña bolsa de oro, y la tendió.
—Por vuestra generosidad… y por las vidas salvadas.