Cuando era niño mi vida giraba en torno al piano, dedicaba días y noches enteras practicando las piezas más complicadas de los grandes pianistas de la historia para algún día llegar a ser tan bueno como mis padres. A medida que fui creciendo obtuve el título del pianista más joven e importante del siglo XXI, conseguí fama, dinero y amigos. Grandes escuelas de música golpeaban a mi puerta y con mucho fervor me llamaban niño genio. Sin embargo, cuando el amor llegó por primera vez a mi vida abandoné mi instrumento, ya que Alena, mi novia, no se sentía a gusto con que fuera pianista. Yo simplemente lo acepté, mi amor por ella era más fuerte que mi pasión por la música. Pero el amor no es sempiterno sino efímero, todo tiene su inicio y su fin. Todo se acaba. Ahora que lo pienso, fue gracias a mi ruptura que conocí a Eleanor, la ladrona de besos.
Durante seis horas y veintidós minutos la niña del asiento de adelante no ha dejado de mirarme. De vez en cuando habla con la persona que está a su lado y vuelve a observarme lentamente, una y otra vez. He intentado ignorarla dándole una ojeada a la ciudad mientras la auxiliar de vuelo da la bienvenida a Mánchester, pero aun así me siento intimidado.
—Sin duda este ha sido el peor vuelo de mi vida —susurro. Al escucharme, mi hermana dirige la mirada hacia la niña.
—Disculpa, niña —reprende Gemma—. Tu mirada está intimidando a mi hermano. Lo vas a desgastar.
—Oh, lo siento —se disculpa y de forma muy amable se acomoda en su asiento.
—¿Acaso nunca aprendes, Melania? —regaña la mujer que está a su lado— ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te disculpes con nadie?
—Lo siento, Ellie.
—Solo cállate. Ni siquiera cuando se viaja en primera clase se es libre de encontrarse con gente de la plebe —comenta.
—Maldit... —Gemma intenta defenderse del comentario pero le tapo la boca. No quiero aparecer en las portadas de las revistas por protagonizar un escándalo.
—Solo ignora el comentario —digo.
—Señores pasajeros, les habla la auxiliar de vuelo Rebecca Claire. En este momento nos encontramos próximos a aterrizar en el Aeropuerto Internacional Mánchester, en la ciudad de Mánchester. Por favor abrochar sus cinturones, poner las sillas en forma vertical y enderezar las mesas. Por favor permanezcan sentados hasta nuevo aviso.
No puedo evitar sentirme ansioso, hace seis años, después del divorcio de mis padres, juré jamás volver a esta ciudad. Pero aquí estoy, apunto de firmar el contrato más importante de mi vida con el sello discográfico más destacado de Europa, y todo gracias a los mellizos Seyfried.
Conocí a Brooklyn y Donatella Seyfried hace tres años, mientras estudiaba piano en Juilliard —antes de abandonar mi carrera por Alena—. Estos hermanos son como el agua y el aceite, lo único que comparten es su gusto por el violín y el cumpleaños. Por un lado Brooklyn es prudente, elocuente y de buenos modales; por el otro está Donatella: imprudente, impertinente y de pocos molades —sin contar que es una alcohólica—, aun así, tiene un gran corazón.
En este instante me encuentro pisando el suelo mancuniano. He tragado en seco unas diez mil veces. Las manos me sudan, mis latidos son cada vez más rápidos, es como si fuera a tener un ataque de ansiedad o pánico.
—Recuerdo como si hubiera sido ayer cuando decías que jamás volverías a Mánchester, incluso te prohibiste pronunciar su nombre —Gemma me arrebata la maleta y la coloca en el escáner de rayos X—. Y ahora estás aquí, intentando regresar a los escenarios después de haber abandonado tu carrera por complacer a una perra —pongo los ojos en blanco, odio cuando reprocha mis malas decisiones—. La verdad, nunca creí que fueras a aceptar la propuesta de Seyfried Records, como sueles decir que hasta estar en la misma ciudad que papá te da ganas de golpearlo... —la fulmino con la mirada. Ella desvía los ojos hacia otro lado— ¿sabías que los Seyfried son los dueños del conglomerado más grande del continente?
No respondo a su pregunta, es algo muy obvio.
—Todavía no entiendo cómo te hiciste amigo de Donatella y Brooklyn Seyfried —prosigue mi hermana—, he oído que son unos malditos presumidos.
—Entiéndelos, Gemma. Su padre es el hombre más rico de Europa. Aparte ni los conoces.
Hay aproximadamente sesenta personas saludándome, algunas tienen carteles que dicen "Bienvenido a casa", "Te amamos", "Serás un éxito". Me detengo por un momento y los saludo con una sonrisa y retomo mi camino para llegar a la puerta de salida, donde Elliot Max y Ben nos esperan.
Editado: 19.07.2018