Siguieron caminando durante seis días sin mirar atrás, Kail no dijo palabra alguna en ese tiempo mientras que Jikú solo canturreaba para sí mismo. Al amanecer del séptimo día, Kail ya podía ver las grandes peñas negras que dividían el desierto de Krangium del desierto negro. Tal distancia solo permitía ver dos grandes peñascos negros al sur y otro par al noroeste.
-Ya debió haber despertado.- susurró.
-Las sacerdotisas la mantendrán a salvo, tú no debes preocuparte por ella.
-Traicioné su confianza Jikú, la abandoné.
-Lo que has hecho es un gran acto de nobleza, Kail, porque tú le amas. Te preocupas por ella y la dejaste en un lugar donde el peligro no podrá tocarla y te has lanzado a ti a la boca de la oscuridad.
-Lo sé, pero duele.
-Kail, llegará un tiempo en el que nacerá un pueblo de los Shig, cuyos individuos serán incapaces de ver por los demás, existirán excepciones claro, pero gente como tú, a veces serán considerados tontos, a veces héroes.
-¿La volveré a ver?
-… Eso no lo decido yo.
Kail volteó la mirada al norte, a la torre de Shin, pensando en cómo yo había reaccionado a su partida, pero en su corazón sentía que debía seguir avanzando. Más allá de aquellas cumbres gemelas, se encontraba el desierto negro, cuyos mitos y leyendas rara vez eran contados por nuestro pueblo.
Una de ellas era la del Shig Aludinn que había combatido a los orcos negros en el séptimo desierto, el Desierto Negro, haciéndoles huir tras matar a cien orcos con dos espadas rotas.
Ahora era el turno de Kail de internarse en aquellas tierras oscuras donde inclusive la arena parecía ser polvo metálico. Poco a poco las arenas doradas fueron desapareciendo, dando paso a aquellas arenas negras como la propia torre de Shin, sus dunas eran rocosas y el aire que se respiraba era distinto al aire de los demás desiertos.
Kail y Jikú se fueron internando en aquel lugar, pudieron observar que en la cumbre de las montañas que marcaban el límite entre ambos desiertos se habían alzado largas torres como agujas que se incrustaban en las nubes, hechas con oricalco.
-Curioso- dijo el mago- no había visto ese diseño desde hace… mucho-
Las agujas estaban sujetas a la montaña como si fuesen árboles cuyas raíces del mismo metal se esparcían por todo el pico de la cima. Sus niveles estaban marcados con largas púas y a su alrededor podía sentirse alguna especie de… energía siniestra.
Al internarse más en el desierto también aparecieron pequeños ríos de lava que iluminaban la separación de dunas y diversas rocas. También se encontraban con pequeños torreones del mismo estilo que las torres en las montañas, pero estos apenas alcanzaban la altura de un elfo o la de un lagarto de cuello alargado, incluso torres de varios pisos de altura. Su diseño fue intrigando más y más al mago, como si sospechara de alguna especie de hechizo a gran escala.
-¡Kail!- llamó Jikú asombrado.
Ambos se escondieron tras una duna dando paso seguro al mismo grupo de piratas que habíamos visto en el paso de Algrim, estos regresaban con sus cestos llenos con menas de oricalco, parecían alegres de haber encontrado aquella carga.
-Están preparando algo, lo sé- dijo el mago.
-Jikú si algo sale mal ¿Cuál es el plan?
-Tranquilo, todo está pasando bien, solo hay que seguirlos sin que nos descubran.
Así fue que los fueron siguiendo de duna en duna, escondiéndose detrás de la arena o de alguna de esas estacas de oricalco, cuidando la distancia en la que aquellos sujetos podían verlos o su lagarto raptor olfatearlos.
Parecía que se dirigían a una gran montaña que se alzaba en el corazón de las nubes, pero conforme se fueron acercando se dieron cuenta que no era una montaña. Una ciudadela, un castillo tan grande como una ciudad y tan alto como las peñas que rodeaban el desierto.
Sus muros eran de piedra negra reforzados con oricalco al igual que sus torres, a su alrededor se alzaban más de aquellas agujas de oricalco cada vez de mayor tamaño que juntas en espiral parecía que trenzaban a la estructura principal.
Una gran torre que accedía al cielo como una excavadora de enanos que planeaba llegar a la cima del todo. El castillo y sus torres estaban rodeados por incontables forjas donde se escuchaban los gritos de cientos de dragones forzados a trabajar el metal o los gritos de dolor de los Udjat al ser despojados de su veneno.
Kail y Jikú se detuvieron donde los centinelas no podrían verlos, aquel lugar era imponente, exceptuando las líneas de desagüe por donde las impurezas fundidas eran desechadas. Observaron que sus guías entraban por un desfiladero en la muralla donde se reunían más piratas. Aquellos que presentaban aunque fuese una mena de oricalco, por muy pobre que fuera se le permitía el paso, los que llegaban con las cestas basáis eran arrojados al desagüe.