La Legión del Nilo

II: Encuentro en las Dunas.

Horsi comenzó a bajar por las dunas, ayudándose del bastón que llevaba consigo. Ya el sol estaba terminando de hacer su recorrido para perderse en el horizonte, señal de que era hora de volver a casa para la cena, o si no sus padres le darían la bronca. Sus pies se deslizaban por la bajada, a medida que la arena se deshacía bajo sus pies con cada paso que daba. Ya había llegado a la base de la duna, tras lo cual simplemente tendría que caminar en línea recta para ir a su casa, cuando de pronto un ruido se manifestó en medio de la quietud del desierto, algo que resonó en el aire y puso al muchacho en alerta. Había sonado como alguien llamando a plena voz.

El joven se giró en dirección al oeste, que era de dónde había venido el sonido, y aguzó el oído a ver si escuchaba algo. Y no tardó en oírlo, más allá de una cuesta de arena. Un grito desgarrador, de aquel que está asustado hasta el tuétano, con una petición hecha con la urgencia de quién no tiene mucho tiempo: “¡Alguien que me ayude!” Gritaba aquella persona. Ante aquella confirmación, Horsi comenzó a subir la pendiente, a toda la velocidad que pudo, usando el bastón como apoyo, desplazándose en lateral a lo largo de la ladera de la pendiente, hasta que finalmente pudo llegar al tope, dejando a su paso un deslizamiento de arena que delataba su ruta.

Una vez llegó arriba pudo ver lo que sucedía, y lo dejó totalmente de piedra. Bajando la pendiente había un valle, y en medio del mismo la arena estaba siendo removida agresivamente por un remolino que se encontraba en el centro de la explanada. Solamente que éste no era un remolino natural hecho por el viento, sino que su interior era oscuro a través de la pantalla que ofrecía la arena arremolinándose alrededor, la masa negra tenía una altura de cuatro codos y medio, y a través del vórtice se podían entrever dos ojos encendidos, de un rojo carmesí, como si fueran lámparas. Eso no era un mero remolino de arena, era un daeva, un espíritu que a veces deambulaba por el desierto, sobre todo mientras caía el crepúsculo.

Cerca del remolino que formaba el daeva, a sus pies, un hombre se arrastraba por la arena tratando de escapar. Un hombre envuelto en una túnica azul y con una capucha celeste echada hacia atrás por la succión del vórtice que lo trataba de engullir, revelando su cabeza y su rostro. Era un kushita, de piel de ébano, y era él quién gritaba por ayuda, mientras se arrastraba por el suelo, con la arena envolviéndolo y arrastrándolo hasta el centro del vórtice dónde el daeva esperaba.

— ¡Alguien por favor que me ayude! - Gritaba el kushita, mientras trataba como podía de impulsarse con las manos y los pies, mientras tanto la arena lo arrastraba más y más a dónde el remolino infernal se encontraba. Ya tan solo se encontraba a por lo menos un codo y medio de distancia con el demonio de arena.

— ¡Eh! ¡Ojos de farol! - Gritó una voz que iba acercándose, en ese momento el daeva se frenó brevemente, lo que permitió al kushita levantar la vista y ver quién se acercaba. Un muchacho con la cabeza envuelta en una capa con capucha roja, la cual también tapaba parte de su costado izquierdo, quién estaba bajando la cuesta a la carrera mientras soltaba un bastón sobre la arena.

El muchacho llevaba consigo una bolsa de cuero, cuya boca desató en un movimiento ágil, metiendo la mano y cerrando el puño, para luego sacarlo y arrojar algo a los ojos del daeva, algo que el kushita simplemente percibió como pequeños granos blanquecinos. Éstos alcanzaron al demonio, tras lo cual le acompañó un chisporroteo, seguido pronto de un alarido disonante, salvaje y estridente, el del daeva chillando de dolor. Aquello permitió que el kushita pudiera apartarse de la trampa de arena, medio incorporarse y alejarse del demonio.

Horsi Silvani estaba sonriendo. La buena noticia era que el hombre se había liberado del daeva, la mala… que el daeva ahora había puesto sus infernales ojos en él. El demonio, sin dilación, le lanzó una ráfaga de arena. Horsi la esquivó rodando hacia un lado, sin embargo el daeva preparaba otro ataque, una bola de arena comprimida golpeó al chico en el pecho, vaciando el aire de sus pulmones y lanzándolo casi tres codos hacia atrás, antes de caer sobre la arena de espaldas, con los brazos y las piernas extendidas.

Mientras el chico se recuperaba, tosiendo y con la cabeza dando vueltas, sintió algo que le agarraba por el tobillo izquierdo, a través de la bota. Al bajar la vista vio que era un zarcillo, de un color negruzco y opaco, lleno de arena en todo su largo. Por el mismo el daeva comenzó a arrastrarlo, lanzando un rugido resonante de pura furia.

Ante la situación, Horsi comenzó a tantear bajo su capa, por el costado izquierdo, encontró con los dedos la empuñadura del gladius, el mismo que había reparado a su novena primavera, y sin pensarlo dos veces la aferró con fuerza, sacándolo de su funda al mismo tiempo que se inclinaba hacia delante. Blandió la hoja mutilada del gladius, la cual a pesar de todo encontró blanco en el zarcillo, un corte limpio, un sonido de latigazo del apéndice cercenado y una vibración metálica de la hoja, y Horsi estaba libre de su trampa.

El daeva lanzó un largo alarido de dolor y de furia, tan agudo y estridente que el joven sintió sus tímpanos vibrar de dolor. Tras la desorientación intentó incorporarse, pero fue incapaz porque seguía aturdido, y sus brazos resbalaron con la arena. Estaba haciendo otro intento cuando el daeva, ya enfurecido, se comenzó a reordenar en el aire, abandonando el suelo para dirigirse hacia el muchacho a toda velocidad. Se estaba abalanzando sobre él justo cuando apenas se iba recuperando, y no le iba a dar tiempo a Horsi de apartarse o contraatacar, el chico ya sentía que el demonio iba a caerle encima.




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