Sais no era una ciudad grande ni mucho menos, estaba ubicada en una franja de tierra en el delta occidental del Nilo. En algún momento la ciudad fue importante en tiempos antiguos, siendo incluso capital para dos dinastías en el Período Tardío. Ahora ya no era tan llamativa, más allá de ser la capital del nomo de Sais y ser un sitio de turismo religioso. Había comenzado con santuarios y templos dedicados a la diosa Neith, pero con el paso de los años, y ante el poder de la religión sincrética imperial, otros cultos comenzaron a convivir en la ciudad, aunque compitiendo entre sí de tal manera que había una suerte de guerra silenciosa proselitista entre los tres panteones de Sais: Neith, Hathor e Isis.
El templo de Isis se ubicaba al sur de la ciudad, cerca de sus límites, y sin embargo era el más grande, algo que las sacerdotisas pudieron permitirse por las donaciones, las cuáles venían a montones de los visitantes de otras partes de Egipto (al ser el culto de Isis muy popular en todo el curso del Nilo). El mismo era de piedra caliza amarillenta, su estructura era la típica de los templos tradicionales, de formas rectangulares, pero sin embargo introducía elementos estéticos griegos, con columnatas de estilo helenístico sosteniendo la entrada principal, más allá del pilono (algo que otros templos consideraban casi insultante). El dromo que conducía a la entrada estaba flanqueado por dos estatuas de Isis y Osiris, sentados ambos en sendos tronos.
Es allí, dentro del templo, más allá del dromo, dónde se encontraba Isi Nehados, quién barría como mejor podía el suelo con una escoba con cerdas de sorgo. Su delgada túnica de lino estaba pegada a su espalda por el sudor, las palmas de las manos le ardían y los brazos se sentían pesados, todo porque llevaba desde la mañana barriendo y ya había llegado al mediodía en la faena. Estaba cansada y con hambre, pero cumplía su deber sin dudar ni protestar un ápice, con la abnegación de una mártir. Al fin y al cabo tampoco es que tuviera muchas opciones, no después de toda la que se lió por su culpa en el templo.
Fue hace más de treinta vueltas de Ra, mientras Isi salía de su casa temprano en la mañana en dirección al templo, había comenzado hacía poco como novicia en el templo de Isis, tal como dictaba la tradición familiar. Su madre había sido sacerdotisa del templo antes de irse a Alejandría, y su abuela había sido sacerdotisa toda la vida. Isi sentía la responsabilidad de ser puntual cada día, desde el momento que fue admitida como novicia, como una manera de honrar la memoria de sus predecesoras.
Ella se encontraba andando el sendero que conducía hacia el templo, caminando junto a las orillas del Nilo. Su andar era lento, de pasos cortos y tranquilos, mientras veía el horizonte en un punto fijo, mientras su mente divagaba. Apenas conocía nada de su madre, más allá de meros rumores en Sais y lo poco que a veces soltaba su abuela, lo único que sabía es que había sido fruto de la unión con un músico de Palmira, pero sin embargo las condiciones y las circunstancias de su nacimiento o qué había sido de sus padres era un secreto que se negaba a abandonar los labios de la abuela. Un misterio que acompañaba a Isi y del que, temía, no iba a librarse en un buen tiempo.
Y así iba, absorta en sus pensamientos, en sus preguntas sin respuesta, con la mirada fija sobre la superficie del Nilo. Tan fija que no vio el charco de agua que estaba por pisar, y no se percató de éste hasta que fue demasiado tarde, cuando sintió que la punta del pie se hundía hacia delante, haciendo que el resto resbalara y que ella perdiera el equilibrio. La chica se fue de bruces hacia el suelo, apenas teniendo tiempo de interponer las manos para amortiguar la caída, encontrándose delante con un charco de agua de color arcilloso que la recibió en el suelo.
Salió de allí empapada con el agua amarronada, con las manos y los antebrazos doliendo por haber recibido resistido el peso de la chica en la caída, levantándose con dificultad del suelo embarrado sobre el que había caído. “¡Misericordiosa Isis!” Murmuró para sí misma mientras se ponía en pie y volvía a tierra firme, acercándose a una de las cristalinas orillas del río para poder ver hasta qué punto había llegado el daño. Y definitivamente no había buenas noticias.
Su pulcra túnica de lino blanca ahora estaba hecha un desastre, un trapo empapado de color terroso y arcilloso, su maquillaje se había comenzado a correr por el agua que le cayó en la cara, ese maquillaje ritual que su abuela le había puesto con tanto cuidado para ir al templo. La sombra de ojos se había corrido de tal manera caía por sus mejillas como si fueran lágrimas negras. Parecía menos una digna sacerdotisa y más un espíritu atormentado que se había escapado de la Duat. Las Sacerdotisas Mayores sin dudas la iban a regañar por llegar al templo en ese estado, ya bastante hartas de las torpezas y distracciones de Isi.
“¿Por qué nada me puede salir bien, misericordiosa Isis?” Pensó mientras la frustración le subía del pecho hacia el rostro, mientras veía su reflejo en el espejo de agua, su faz tan penosa. No era el primer descuido ni iba a ser el último, para su pesar, “Isi debe tener las manos hechas de miel, todo se le resbala” decían el resto de novicias “y sus pies tienen la misma coordinación que la de un pato corriendo sobre las orillas embarradas del río” replicaban otras entre risas, “a Nehados no se le puede dejar nada frágil en las manos, te giras un segundo y al volver la vista ves que ya lo hizo pedazos”. Mientras su mente recordaba aquellos murmullos, Isi se agachó junto a la orilla y comenzó a lavarse el rostro, poniendo las manos en jarras, tomando paladas de agua y llevándolas a su rostro. Por lo menos en esa orilla no habían cocodrilos, ya eso sería el colmo de la mala suerte.