Una vez se recuperó del mareo, Isi tomó a la gata y sus cachorros, los envolvió en la falda de su túnica y se encaminó hasta el templo. Una vez divisó, a la distancia, las columnatas griegas de caliza y los tronos emparejados de Isis y Osiris, apuró el paso hasta llegar al pilono, tras lo cual se adentró en el recinto a paso acelerado, tratando de disimular sus nervios. A las sacerdotisas mayores no les gustaba que hubiera animales en el lugar sagrado. Por fortuna, no había llegado nadie todavía, no sabía si era que los oficios empezarían más tarde de lo usual o que, incluso con todo, llegó temprano.
La suerte, de momento, le había sonreído, ya que en su camino no topó con nadie, ni novicia ni sacerdotisa mayor, y estas últimas sí que iban a hacerle preguntas como la pillaran en esa actitud tan sospechosa. Atravesó el patio interior, todo lo que sus temblorosas piernas podían permitirle, con alguno que otro tropezón que casi hizo que se fuera de bruces al suelo y, lo peor, que su carga se le cayera de la cuna improvisada que ofrecía la falda de su túnica. Por suerte no hubo desgracias ni accidentes, y pronto dejó atrás el sol ardiente de Sais para adentrarse más allá del arco de entrada de la sala hipóstila, adentrándose en las penumbras que ofrecía el techo.
La sala era oscura, con apenas unos pocos tragaluces, pero muchos de los rincones estarían totalmente a oscuras si no fueran por las antorchas de mecha de ka, las cuáles desprendían un fuego azulado en su camino hacia el sancta sanctorum del templo, las sacerdotisas del templo preferían ese método, ya que eran más fáciles de recargar con un hechizo básico, en contraposición a los otros templos que usaban las antorchas normales con brea, más baratas y, sobre todo, más acordes a la tradición. Isi avanzaba entre las columnas, pensando en qué lugar de la sala hipóstila podría servir como un escondite.
Tras deambular un poco, con los animales acurrucados contra su vientre, la chica finalmente recordó que había una pequeña habitación en la sala hipóstila, era una habitación que se había hecho en su momento para guardar las ofrendas, antes de que construyeran un almacén propio fuera del templo, un sitio para que a los peregrinos se les hiciera más fácil dejar las ofrendas. Isi caminó tras las columnas, junto a la pared a mano derecha, y buscó el lugar. Finalmente lo encontró, una habitación a oscuras, cuya entrada estaba cerrada tapada con una gruesa manta de lino.
— ¡Lo tengo! - Exclamó la chica mientras acortaba la distancia con la manta. Apartó de golpe la manta, dejando detrás una nube de polvo que le irritó los ojos y la nariz, haciendo que estuviera a poco de estornudar. El estornudo se quedó encerrado en su tabique, sin estallar.
Aprovechando la interrupción, la chica entró en la habitación, buscó bajo la precaria luz azulada que le llegaba un lugar adecuado para que la gata y sus crías descansaran. Tras buscar un rato encontró finalmente una vasija de terracota vacía, lo bastante grande para que cupieran todos los animales dentro. Puso a los gatos en un rincón y tomó un trapo que estaba dentro, colgado en la pared, para levantar la vasija y limpiarla por dentro de polvo.
¡ACHÍIIIIS! El estornudo estalló, haciéndola que se fuera hacia delante, empujando la vasija y haciendo que la mitad de la misma cayera sobre un costado, destrozándose prácticamente a la mitad con un rústico tintineo. La parte intacta ahora sobresalía como el casco de un barco naufragado, mientras Isi observaba el destrozo con una mano tapándose la boca y los ojos como platos. Hizo silencio por un buen rato, esperando y temiendo que alguien llegara atraído por los ruidos. Nadie se apareció.
Se giró y miró a la gata en el rincón dónde la dejó, con sus cachorros ciegos buscando el seno de su madre. Isi entonces pensó que igual ese rinconcito no era mal escondite, o al menos era mejor opción que andar destrozando más vasijas…
En cuánto las sacerdotisas mayores llegaron para los oficios, encontraron a Isi con la túnica sucia y sin maquillaje, y tras varios los jalones de orejas, las reprimendas y las risas veladas del resto de las novicias, a la chica se le ordenó que se quedara fuera de la vista, al menos hasta que hubiera ocasión de que pudiera cambiarse. “¿Cómo pretendes recibir a los peregrinos con esa faz indigna de la diosa madre?” Le decían las mujeres, pero sin embargo Isi solamente sintió alivio de que Nebet y sus cachorros estuvieran bien ocultos.
El mes pasó y Nebet (como había llamado Isi a la gata) se había estado recuperando, hasta el punto de ponerse más rolliza, y ahora su expresión tenía un aire altivo y sereno, casi que señorial, y su mirada orgullosa solamente parecía suavizarse cuando estaba en presencia de Isi. La joven había dedicado esas más de treinta vueltas de Ra a llevarle comida a Nebet y a los cachorros, tomando un poco de las ofrendas que ofrecían los peregrinos al pasar por el templo, con las mil y un disculpas elevadas a la diosa madre a medida que se colaba en los almacenes. También daba de la propia comida que le mandaba su abuela, a la que convenció de que trajera comida más sustanciosa, algo que extrañó a la anciana, pero que sin embargo cumplió.
Los cuatro cachorros de Nebet también crecieron, ya dejaron de ser unas criaturas ciegas y vulnerables, y se convirtieron en una pequeña pandilla de animales inquietos que comenzaban a jugar y a explorar los alrededores. Mu era el más tranquilo, solía quedarse tranquilo en su rincón, pero también era curioso por naturaleza. Uadj era más juguetona y solía buscar jugar con su hermanito Mu, sin embargo no se alejaba demasiado de su madre. Iab era la más miedosa, corría inmediatamente bajo las patas de su madre al más pequeño sobresalto, casi cualquier cosa la hacía ponerse a temblar como una hoja al viento, aunque era también muy apegada a Isi, la única que parecía poder calmarla aparte de su madre. Y por último estaba Hayt, el más intrépido, casi todas las veces que algo pasaba que amenazara con delatar la presencia de la camada, Isi inmediatamente pensaba en aquel pequeñín y corría inmediatamente a remediar el asunto.