Domingo 27 de noviembre de 1994.
Ricardo Gabaldi, hombre de 45 años, alto, fuerte como roble y de corazón dulce cual creme brûlée, interrumpió su juego y se levantó de la mesa para atender el teléfono. Su esposa, Padme Medina, aprovechó para dejar a Enna que dormía plácidamente la siesta que su corta edad exigía en la carreola y poder incorporarse al juego, comentaba con su querida Bea Lobera que no dejaba de agradecer el ser madre después del calvario que había vivido para poder concebir.
Las bellas mujeres eran amigas desde la infancia aunque se perdieron la pista a los dieciocho años cuando Lobera se marchó a Portugal en misiones cristianas. Se reencontraron por casualidad a los treinta y cinco en la PROFECO, un día en que Bea acompañaba a su esposo, Ignacio Arnaldi que buscaba demostrar ante un cliente insatisfecho la calidad de un medicamento de su laboratorio, y reanudaron su amistad integrando a su respectiva familia.
Los Gabaldi fueron un gran apoyo ante el inesperado fallecimiento de Ignacio. Ricardo se encargó de hacer los trámites y papeleos necesarios para la recuperación del cuerpo, el velorio y el sepelio, mientras Padme abrazaba a su devastada amiga.
Ricardo sentía un cariño muy especial por Narah la única hija de sus amigos. La conoció cuando contaba ocho años. Le cayó muy bien la linda niña y, conforme la veía crecer, pensaba que habría sido hermoso tener una hija como ella: inteligente, simpática, graciosa, de nobles sentimientos y muy sincera. Tanto que podía pensarse en ella como alguien imprudente o pretenciosa más lo suyo solo era verdad pura y directa. Era una ávida lectora de carácter curioso: La había mirado observar absorta mapas y corroborar datos, investigando en enciclopedias y libros hasta quedar satisfecha. Le sorprendía mucho el que llevara siempre consigo un “Pequeño Larousse ilustrado” que leía y analizaba cada que tenía oportunidad o dudas. Su ortografía era impecable y se podía entablar con ella charlas amenas e interesantes ya que tenía los conocimientos y las opiniones para el fin y lejos de aparecer fría o sabihonda con semejante inteligencia, desbordaba calidez y dulzura. Bea opinaba que “una mujer debe saber llevar una casa apropiadamente, así trabaje y sea muy preparada”, por eso la había involucrado en el arte de las labores domésticas desde pequeña, de manera tal que a estas alturas las dominaba excelentemente. El remate en la chica era que al abandonar la infancia, su belleza de tipo árabe se había afinado y acentuado: Tenía un aspecto similar a la ilustración que le había fascinado desde sus años mozos del poema “Layla y Majnun” que había encontrado en un antiguo libro de poesía asiática.
-Sí. Bea. Tu hija parece árabe. -Repetía sin perder oportunidad, encantado con aquél rostro que era bellamente enmarcado por una lacia, y abundante melena. Lo que más lo maravillaba era que la chica andaba por la vida tan sencilla e ignorante de todo lo que provocaba que resultaba encantadora. Era todo lo que un hombre podía desear. Por tanto, a la primera oportunidad, citó a su hijo mayor un día en que Narah y su madre los visitaban. Ricardo III, Rico para la familia y amigos, tenía en ese entonces dieciocho años y sabedor en exceso de su galanura, no posó los ojos en la niña de quince que lo encontró engreído y cabeza hueca. A pesar del fiasco, Ricardo aguardó pacientemente hasta tener la ocasión de presentársela al benjamín de la familia. Y la oportunidad se presentó ese domingo:
-¡Narah! –Volteó y se acercó. -Es mi hijo. Hazme un favor: Dile que eres Enna.
Pensó que era Rico. No le apetecía hablar de nuevo con él. El hombre lo notó:
-Es Jaziel, el menor.
-Pero no lo conozco. ¿Para qué quieres que le diga que soy Enna?
-¡Oh! ¡Tú vacílatelo! Anda.
Tomó la bocina sin estar de acuerdo.
-Pero...no lo conozco. -Repitió tratando de hacerlo entrar en razón.
-¡Ese es el punto! Anda. Dile que eres Enna.
-¿…Bueno?
La voz al otro lado de la línea era grave, aterciopelada, pero, con los nervios que le provocaba la involuntaria broma, no lo captó.
-¿Quién habla?
-...E- Enna...
Jaziel sí notó la dulce voz que le hablaba y le encantó:
-¿Enna? A ver, ¿cómo está eso? ¿No se supone que tienes dos años?
-¿…Ya crecí?
-¡Aaaah! ¿Ya creciste? ¡Qué rápida!