La leyenda de las mujeres-gato

relato corto parte 2

—Ya se han ido, Luz . Vuelve a tu apariencia humana —susurró Carol.

—¿Qué vamos a hacer, Carol? Me están buscando. Tarde o temprano me encontrarán —dijo Luz con tristeza.

Entonces Carol, sin pronunciar palabra alguna, se dirigió a la habitación que ambas compartían y, sacando un saquito de cuero de dentro de un cajón, vertió su contenido en el suelo.

—¡Son runas! —exclamó sorprendida Luz.

—Sí. Pertenecieron a la abuela Blanca, que era adivinante. Probablemente no la recuerdes, ya que eras muy pequeña por aquel entonces. Pero yo todavía la imagino a veces haciendo predicciones con ellas, o simplemente, usando sus símbolos como método de protección. Porque… en ocasiones, la vida no es nada fácil, nos acechan multitud de peligros y tenemos miedo a lo desconocido. Hoy es uno de esos momentos de incertidumbre. Por eso es necesario que hagamos uso de ellas ahora.

—Tenemos que hacer una pregunta a las Runas del Destino – prosiguió Carol con decisión. Y lanzando una tirada preguntó: “¿Cuál es nuestro destino? ¿Qué debemos hacer con nuestra vida a partir de ahora? Entonces lo supo, supo qué hacer según los símbolos que las runas le indicaban:

—Luz –le dijo a su hermana— es preciso que vayamos a la ciudad de las mujeres-gato.

              

 —Carol, ¿por qué tú no puedes convertirte en gato, como hago yo? —Preguntó Luz.

 —Por la misma razón que tú sí que puedes —contestó Carol. Y continuó: —Y por la misma razón que la abuela Blanca también podía.

 Ya había anochecido. En invierno oscurecía muy pronto. Las dos hermanas seguían charlando, calentándose junto al fuego de la chimenea. Hacían lo mismo casi todas las noches antes de irse a dormir, solo que esa noche no era como cualquier noche. Era especial. Sabían que el destino les deparaba acontecimientos difíciles, impredecibles quizás.

Ese día había hecho menos frío que un día habitual de invierno, y la gente lo había aprovechado para salir a dar un paseo o a cenar en mesas colocadas al aire libre, fuera de las casas. Ese día parecía ser como cualquier otro día. Todo parecía fluir con normalidad.

Súbitamente, Carol y Luz empezaron a escuchar gritos terroríficos que provenían del exterior. Con el corazón en un puño, salieron fuera de la casa, pero no estaban preparadas para lo que vieron a continuación. Runadia estaba siendo salvajemente atacada. Sus enemigos vestían con ropas extrañas y sus armas poderosas lanzaban como llamas de fuego que explosionaban hacia fuera a través de un enorme agujero que sobresalía en la punta de una especie de largo cañón. Tal arma, semejante a un arcabuz, era totalmente desconocida en la cultura de aquel pueblo medieval. Y fue tal el impacto que produjeron en la mente de sus habitantes, que les pareció que todo aquello no podía sino ser obra del mismísimo diablo.

La gente iba de un lado a otro, sin control, dando alaridos de horror, cayendo muertos o malheridos por los disparos unos, escondiéndose otros donde podían, o donde creían que no podrían ser vistos. El marido protegía a la mujer, los padres trataban de poner a salvo a sus hijos, todos corrían o intentaban defenderse en vano de aquel infierno. Era el caos.

Los lugareños que pudieron hacerse con algunas armas se lanzaron al exterior desde sus hogares en busca de aquellos infernales guerreros para hacerles frente, pero a duras penas lograban contener con sus miserables artefactos defensivos aquellos objetos de fuego que les hacían el triple de daño y que estaban convirtiendo una cálida noche de invierno en una horrible masacre.

Carol y Luz cerraron las puertas y se ocultaron dentro de la vivienda, sin saber muy bien cómo actuar. Transcurría el tiempo, pasaban los minutos, pero la situación empeoraba aún más. De modo que decidieron salir por una puerta trasera de la casa que conducía al extremo opuesto de la calle en la se estaba produciendo el ataque. Entonces empezaron a correr y a correr, sin mirar atrás, hasta que fueron alejándose del pueblo y se enfilaron por la senda de un espeso bosque.

—Mamá, ¿consiguieron Carol y Luz llegar por fin a la ciudad de las mujeres-gato? —quiso saber Clara con insaciable curiosidad.

—Eso depende. ¿Tu querrías que llegasen las dos allí de corazón? —Preguntó a su vez su madre.

—¡Oh, claro que sí, se lo merecen! Tú misma dijiste que si se siente una gran emoción interior y un anhelo de paz, es posible llegar hasta allí —dijo Clara con total convencimiento

—Pues entonces sí que lo lograron, y de corazón —le aseguró la madre a Clara.

A pesar de que ya habían transcurrido unas semanas desde el incidente en el que Clara había visto entrar en casa a su madre con el pijama puesto tras una noche desaparecida, el tiempo no hizo sino acrecentar las dudas que albergaba en su interior sobre aquel suceso. Desde aquel día el interés por todo lo que rodeaba a su madre, a la que siempre había considerado una persona enigmática y misteriosa, se había incrementado considerablemente. Ella, con sus curiosidades, con todas aquellas historias que le contaba, y… ahora… esa noche. ¿Qué había pasado esa noche?

Por fin un día, aprovechando el momento en el que pensaba que su madre dormía, se dirigió a su despacho y empezó a registrarlo minuciosamente, en busca de algo que le proporcionase algún tipo de información. Revolvía las cosas tan rápido como era capaz, temiendo que su madre despertase de repente y descubriera lo que estaba haciendo. Pero pasaba el tiempo y no conseguía encontrar nada. A punto de abandonar tan infructuosa búsqueda, se fijó repentinamente en una caja medio apartada en un rincón de la estancia. Y la examinó. Lo que vio dentro de aquella caja no lo hubiera imaginado jamás, era un pequeño saco que contenía unas piedras… unas… ¡runas! como las de aquella historia sobre ese pueblo, Runadia, que tanto le gustaba escuchar.




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