El trío había seguido con su trayecto durante horas y horas, ahora se encontraba cruzando un camino en mitad de un oscuro bosque donde la luz apenas lograba atravesar las densas hojas de los árboles, árboles retorcidos cuyas largas ramas se enredaban entre ellas. Las pocas flores que se percibían sobre el húmedo suelo estaban marchitas mirando al suelo como si un sentimiento de tristeza las hubiese invadido.
Por fin lograron llegar a un destino, una enorme posada de tres pisos de alto. La posada era de piedra y no parecía estar en muy buen estado. Ya era por la tarde, hacía mucho frío, pequeñas gotas caían del cielo cubierto de densas nubes grises que alertaba de una tormenta y, además, no habían comido así que decidieron bajarse a comer algo y alojarse en la posada aquella noche. Isabel y Orfelina entraron mientras Guillermo se quedaba atando a los caballos.
Posada Descanso Del Camino
Por dentro parecía que nadie la había cuidado en años, con telas de araña en las esquinas y cubierta de velas que, a pesar de ser muchas, no iluminaban bien el establecimiento. Sus paredes de piedra lisa parecían robustos y no albergaban ni una sola grieta pero no era así con sus ventanas y su tejado que, lejos de inspirar confianza, daba la sensación de venirse abajo en cualquier momento. El lugar era amplio, a la izquierda un salón principal, a la derecha un bar donde comer y donde, supuestamente, solían atender a los clientes. Tras la barra un hombre de aproximadamente 50 años y con poco pelo esperaba.
El supuesto dueño alzó los ojos sin mover su cabeza para mirar a la chica. Antes de que el hombre abriera la boca apareció un chico rizoso y de estatura media algo agitado.
El dependiente lo miró con rostro serio y dijo.
El chico rizoso, Pelayo, le respondió:
Pelayo, enfurecido, cogió su maletín pero al levantarlo se le cayó un frasco con un brebaje rojizo. Isabel al verlo supo que se trataba de un vendedor de jarabes, aquellos que se dedican a ir de pueblo en pueblo afirmado poder realizar hechizos para curar a gente enferma, todo mentiras para estafar a la gente, pensó la princesa.
Pelayo salió por la puerta, el dependiente corrió tras él no sin decirles a las chicas que podían alojarse en cualquier habitación y que al día siguiente pagarían. Las chicas vieron a través del cristal como el hombre y Pelayo discutían fuera.
Guillermo entró por la puerta ajeno a la situación y con una bolsa de oro en la mano izquierda como quien lleva un bocadillo. Isabel se fijó.
La puerta se abrió de golpe y el dueño entró con un rostro serio.
Guillermo metió la mano en la bolsa con intención de pagarle pero el dueño, nada más verlo, dijo:
Tras recoger las llaves cada uno se dirigió a la habitación compartiendo Isabel y Orfelina la misma.
Las habitaciones eran pequeñas, con una ventana, una cama de madera y una mesita con una vela apagada. Las sábanas gruesas y frías parecían no haber tapado a nadie en años y un pequeño espejo localizado en la pared delante de la mesita se encontraba cubierto de polvo. No estaban alejadas unas de otras ya que, después de escoger Guillermo su habitación, Isabel y Orfelina escogieron las suyas cerca pensando en que si algo ocurría la única persona de la que se podían fiar era Guillermo. Guillermo escondió su bolsa con el oro restante debajo de la cama, no era un lugar muy difícil de encontrar pero a él no le preocupaba mucho y tampoco tenía una mente lo suficientemente emocionante como para que se le ocurriese otra zona donde esconderla. La princesa, por su parte, no lograba ver ningún pueblo ni gente cerca de allí y el dependiente y ese tal Pelayo no parecieron reconocerla por lo que se tranquilizó bastante.
Editado: 06.04.2020